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Los desbordes, excesos y embates contra la paz social que se dieron estas semanas deben dejar un aprendizaje
El sábado en el Monumental se vivió uno de los capítulos más tristes del fútbol argentino / AP
Nicolás Nardini
nnardini@eldia.com
Hubo un tiempo en que el fútbol de la Argentina sólo era buscado, respetado y hasta envidiado en el mundo entero por la calidad de sus futbolistas, la interminable materia prima, la paridad de sus competiciones y, sólo como un añadido secundario, la pasión inusual que se vivía en sus tribunas, de una grandilocuencia poco frecuente en comparación con cualquier otro país futbolero. No por casualidad, los máximos ídolos de los dos clubes más grandes del mundo son nacidos en estas pampas: Alfredo Di Stéfano, el máximo referente de todos los tiempos del Real Madrid y Lionel Messi, el mayor exponente del FC Barcelona.
Sin embargo, en los últimos años tuvo un crecimiento exponencial todo lo que rodea al fútbol. Lo accesorio pasó a ser lo troncal y lo secundario se convirtió en un ingrediente que, equivocadamente, muchos entienden que pasó a ser primordial: “el folclore del fútbol”, “la pasión sin parangón”, “el color inigualable”. Entonces, lo que era un aspecto marginal, aunque no por ello, de todos modos, interesante, ganó la escena y desplazó a lo primordial: lo que acontece dentro del rectángulo de juego. En una estafa sin igual, hubo quienes quisieron imponer la tristemente célebre “cultura del aguante”. Entonces los gritos de las gradas pasaron a ser más importantes que las gambetas, el ritmo de los bombos y los redoblantes más determinantes que un buen planteo táctico y las cargadas post partido ganaron más lugar que los análisis táctico-estratégicos. Esa visión no hizo más que validar el juego de distintos grupos de violentos que, avalados por otros tantos que sin ejercer la violencia, de todas maneras, terminaron siendo cómplices por idolatrar, en muchos casos, a los “dueños de los para avalanchas” mucho más que al “10” habilidoso o al “5” metedor de sus equipos. Entonces, están los barra bravas, que no son más que grupos de delincuentes que supieron forjar negocios millonarios en base a aprietes, extorsiones o como simples fuerzas de choque de distintos sectores de poder y los proto barras, que son aquellos que no protagonizan pero que avalan la violencia, que aplauden el accionar de las facciones que están fagocitando al fútbol argentino.
Esa cultura del aguante también ganó espacio en la televisión. Propuestas como “El Aguante”, que hasta tenía un ranking de los mejores gritos de guerra de las barras fueron la punta de lanza. Las hinchadas pasaron a ganarle protagonismo a los jugadores. A tal punto que en estos días cientos de turistas extranjeros vinieron a Buenos Aires para “vivir el clima del clásico en las calles”. No tenían tickets para el Monumental. Tampoco los querían. En verdad llegaron para ver los desbordes, que en nombre de la pasión, terminaron con 80 mil personas en La Boca al borde de una tragedia por aplastamiento que no ocurrió (en el entrenamiento abierto de Boca) porque “Dios es argentino”. ¿A quién se le ocurre liberar molinetes y hacer una práctica abierta sin ningún tipo de control? Lo lógico era repartir tickets hasta agotar el stock de localidades habilitadas para la Bombonera y organizar un operativo para delimitar el ingreso de la gente. Pero no. Aquí todos parecen esmerarse por hacer de la improvisación, un culto.
La misma improvisación que tuvieron los organismos de seguridad para propiciar un recorrido insólito del plantel de Boca en medio de una desenfrenada ola de hinchas de River que habían ido al Monumental sin entradas. De nada sirve sólo hablar de “sociedad enferma”, pues los que tienen responsabilidades organizativas están obligados a saber con qué bueyes aran, a hacer inteligencia sobre los grupúsculos violentos y a poner todas las herramientas del estado para evitar su accionar mafioso y delictivo. Los lamentos y las quejas deben quedar para las charlas de café, los responsables de la seguridad deben actuar y sancionar a los que no cumplieron su trabajo, poniendo en riesgo la saludad de una delegación de fútbol.
Exista una cuestión de fondo y otra coyuntural que mucho tiene que ver con ello. El tema que excede a la violencia puntual que rodeó a las Súper Finales pasa por desarticular la centralidad que los violentos lograron en nuestro fútbol. En base a la estafa del “aguante” se quedaron con negocios millonarios y le robaron a una mayoría silenciosa el derecho a vivir la fiesta del fútbol en familia y en paz. Hasta quieren venderle al mundo entero que es más importante el griterío de la Bombonera o el cotillón del Monumental que un regate del Pity Martínez o una definición excelsa del Pipa Benedetto. Entonces, en ese caldo de cultivo, asoman los violentos que arrojan piedras, la madre que arriesga la vida de su niña colocando pirotecnia debajo de su ropa para que sortee el cacheo policial o los que aprovechan para cometer delitos comunes en la masa. Son los delincuentes que usan el mal llamado aguante como camuflaje. Ya dejaron hace tiempo de ser marginales, se adueñaron del fútbol y ahora nadie sabe cómo sacarlos.
El desborde emocional que rodeó estas semanas a los River-Boca debe dejar alguna enseñanza para el futuro. Tendrá que ser la piedra basal para comprender que en una contienda deportiva, por importante que sea, no va la vida ni la muerte de nadie. Es hora de que todos los actores del fútbol bajen un cambio. Esta cachetada que nos expuso con salvajismo ante el mundo entero no puede pasar como si nada. Si así fuera, entonces será que no se aprendió nada.
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