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Enrique Aguilar *
eleconomista.com.ar
“Un poder sin control no da origen al estado constitucional: es su negación y su destrucción”, Giovanni Sartori
A fines del Siglo XVII, el inglés John Locke aportó una serie de argumentos fundamentales para la historia del liberalismo político. Entre estos, precisó los alcances de la autoridad legislativa, que consideraba el “supremo poder de toda república”, e identificó en la preservación de la propiedad (nombre genérico con que designaba a la vida, la libertad y los bienes) la finalidad de la sociedad política y el gobierno.
Sin embargo, Locke brindó una solución en alguna medida incierta, o de consecuencias imprevisibles, frente al eventual incumplimiento de esa finalidad que podía dispensar al pueblo de “prolongar su obediencia”. Se trata de la “apelación al cielo”, eufemismo del que se sirvió en alusión al derecho que el pueblo “nunca pierde” de alzarse contra toda voluntad que pretenda sojuzgarlo, incluida la de sus propios legisladores, cuando ya no existe “juez sobre la tierra”.
En rigor, es a Montesquieu a quien corresponde el mérito de haber perfeccionado esa solución, dotándola de un mayor espesor institucional. Por lo pronto, el autor de “El espíritu de las leyes” justificó de manera inequívoca la independencia de la rama judicial (unido al Poder Legislativo, escribió, “el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario”; unido al Ejecutivo, “el juez podría tener la fuerza de un opresor”). Además, respaldado por “una experiencia eterna” que le enseñaba que “todo hombre que tiene poder tiende a abusar del poder”, arribó a una conclusión clave que sellaría para siempre el significado moderno (como ordenamiento que limita la acción del gobierno y protege las libertades de los ciudadanos) del término C onstitución: “Para que no se pueda abusar del poder –escribió– es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”.
Este es el “invalorable precepto de la ciencia política” que, como explicaría James Madison, no apuntaba a la inacción o impotencia mutua, ni tampoco a evitar la articulación entre los departamentos de gobierno o la injerencia parcial de uno en los asuntos de otro, sino a contener su “espíritu invasivo” y la ulterior “concentración tiránica” de todos los poderes en las mismas manos. Dicho de otro modo, la citada “disposición de las cosas” no consistía en el establecimiento de estrictos “límites funcionales” (en la expresión de Bernard Manin), sino en un evolucionado sistema de equilibrios y contrapesos que, por su propia naturaleza, no era ajeno al destino que Montesquieu augurara a los regímenes moderados: “una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez y que rara vez dirige la prudencia”.
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No otro sería el modelo adoptado en Filadelfia, en 1787, cuando, para frenar ese espíritu usurpador –hegemónico, diríamos hoy- y descartada la propuesta de convenciones periódicas que permitiesen al pueblo manifestarse sobre posibles violaciones a la constitución, se apostó por una serie de “precauciones auxiliares” que reforzaran el “control primordial” de la soberanía democrática. Entre estas, cabe mencionar la doble distribución del poder entre sus tres departamentos y entre el gobierno federal y los gobiernos estaduales (o subnacionales), la división del Legislativo en dos cámaras, el fortalecimiento del Ejecutivo, la dispar duración de los mandatos y aun, si sumamos a Alexander Hamilton –otro de los autores de “El Federalista”– la revisión judicial de la ley para proteger a la Constitución de los humores cambiantes de la opinión pública y las innovaciones peligrosas emanadas del gobierno. De esta manera, el sistema permitía que cada rama del poder resistiera las ofensivas de las demás. La influencia y la fiscalización de los representantes debían ser recíprocas y darse, por tanto, al interior del gobierno, gracias a un “sistema endógeno de limitación del poder” (Manin), para que “el poder frene al poder”, o “la ambición contrarreste a la ambición”, según las respectivas fórmulas de Montesquieu y Madison.
Dejemos de lado las prevenciones del propio Madison hacia un sistema que restaba protagonismo al pueblo y que, a la postre, podía servir tanto para representar como para traicionar (“mediante intriga, corrupción u otros medios”) sus intereses. Dejemos de lado también sus apelaciones al “temperamento vigilante” del pueblo y su defensa de las elecciones frecuentes como otras tantas salvaguardias tendientes a evitar “la elevación de unos pocos sobre la ruina de muchos”. Al fin de cuentas, el objetivo de esta nota no era preguntarse por el buen o mal uso de los “checks and balances”, sino recordar que este mecanismo es un componente esencial de la forma republicana consagrada por nuestra Constitución en su artículo primero. Reiterémoslo. No un sistema de mera separación o disociación del poder en sus funciones legislativa, ejecutiva y judicial, sino de “cierta distribución” (Montesquieu) de estas funciones que garantice un reparto equilibrado y un control recíproco.
En tiempos en que esta forma de gobierno se ve indirectamente cuestionada en los ataques a la Corte Suprema proferidos desde las voces más encumbradas del oficialismo, no parece inoportuno recordar estos presupuestos básicos que, en pleno siglo XXI, sería deseable tener por consabidos.
* Profesor de Teoría Política y Director del Doctorado en Ciencias Políticas de la UCA
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