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La humanidad alcanza niveles impresionantes de desarrollo y parece perder la capacidad de empatía / Pexels
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
El presente de la Humanidad parece marchar por dos caminos contradictorios. Por uno de ellos llega al nivel más alto y sorprendente de desarrollo tecnológico, representado en la Inteligencia Artificial, los avances de la medicina, el perverso refinamiento en los armamentos, entre otras cosas. Por el otro camino desanda su propia evolución como especie, por la cual partiendo de un cerebro primitivo (el así llamado reptílico), orientado pura y exclusivamente a la función de sobrevivir, ya fuese luchando o huyendo, alcanzó a desarrollar el neocórtex, capa de neuronas que, a través de los lóbulos frontales, permite acceder a la racionalidad, y con ella a la moral. Alcanzada la capacidad de razonar es posible comparar, evaluar, imaginar, calcular, dudar, comprender, decidir, proyectar, argumentar, así como tantos otros atributos del pensamiento crítico. De ese modo se puede reconocer al otro como otro, se puede registrar la diversidad, se pueden establecer conscientemente redes de vínculos, se pueden generar acuerdos, se desarrolla el lenguaje, se establecen comunidades basadas en mucho más que el simple reflejo instintivo de la subsistencia.
Reconocerse y comprender que se es parte de un todo, que este es más que la suma de sus partes, y que pierde entidad y propósito cuando pierde componentes, y al mismo tiempo entender que fuera del todo ninguna parte tiene significado y valor, es un enorme salto de la razón. Un salto hacia la condición humana. De algún modo podría decirse que a los humanos se nos ha concedido el don de la razón y que se nos lo concedió con una condición: honrarla. Es decir, ejercerla.
La palabra don proviene del latín donum, que significa ofrenda o regalo. Y tiene la misma raíz que el verbo donare, cuyo significado es dar. Un don es algo que se nos da, una gracia que se nos otorga. Merece respeto, no se debe despreciar. Quien desprecia la razón no ejerciéndola abdica de su propia condición humana. En los tiempos que corren la deserción de la razón, el desprecio hacia ella, su denigrante olvido, ofrece ejemplos a diario y en casi todos los escenarios de la vida. Está en las permanentes peleas callejeras por motivos absurdos, en los femicidios, en las tribunas de los estadios (y adentro de los campos de juego), en los discursos de los políticos, muchas veces más irrazonables cuando más cerca se sienten del poder, en rencillas familiares, en el resentimiento que desde el anonimato y con cobardía se exhibe en las redes sociales, en la forma de conducir vehículos, en el lenguaje y comportamiento de tantos personajes de los medios, algunos de los cuales se presentan como comunicadores, en la creciente falta de respeto a mínimas y elementales normas de convivencia. La irracionalidad no solo abunda, sino que a menudo se exhibe como mérito, con prepotencia.
Cuando la razón se oscurece la figura del otro desaparece. El prójimo (es decir, el próximo, el congénere, el de la misma especie, la humana) deja de ser un individuo como uno, hecho de la misma arcilla, y es considerado una cosa. Una cosa con la que se puede hacer lo que a uno se le antoje, desde ignorarlo hasta mancillarlo o matarlo. Apagada la razón se apaga la moral, que, en síntesis, es un pacto no escrito por el cual nos comprometemos a actuar unos con los otros con respeto, honestidad, sinceridad, responsabilidad. Sin reconocimiento del otro como parte (parte diferente) del mismo todo, no hay posibilidad de empatía, de compasión, de generosidad, de solidaridad, de amor.
En La Preminencia del Amor, su Primera Carta a los Corintios, dice San Agustín: “Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios, -el saber más elevado-, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy”. No es necesario ser creyente para que la esencia humana de quien lea o escuche estas palabras sea tocada y conmovida por ellas. Para comprenderlas en su profundidad, es la llave de la razón la que debe abrir las puertas del sentimiento y de la emoción. Cuando razón, sentimiento y emoción confluyen en una misma argamasa, amanece lo humano. Cuando no, desaparece.
La ausencia de esos condicionantes esenciales de la experiencia humana alcanza en los últimos tiempos niveles abrumadores, estremecedores. La salvaje irrupción terrorista de la banda Hamas en Israel (donde ni niños ni ancianos se salvaron de ser decapitados y mujeres de ser violadas), la brutal invasión de Ucrania por parte de Rusia, la indiferencia mundial ante el drama de los refugiados y los inmigrantes (¿cuesta tanto pensar que nosotros podríamos ser ellos?), la obscena desigualdad que hace a los ricos (10% de la humanidad) cada vez más ricos y exhibicionistas y a los pobres (90% de la misma humanidad) cada vez más pobres y desamparados. La división del mundo, como lo señala el economista británico Raj Patel en su libro “Obesos y famélicos”, entre minorías que se hartan de comer, derrochar y tirar alimentos y mayorías hambreadas hasta lo indecible (sobre las cuales abundan los discursos y no existen las acciones). Es inagotable la lista de batallas perdidas por la razón. Y no se pierden, como ocurre día a día, por obra del destino o de la casualidad. Erich Neumann (1905-1960), psicoanalista y filósofo alemán nacionalizado israelí y acaso el más cercano y reconocido discípulo de Carl Jung (padre de la psicología analítica y arquetípica), señala en su libro “Psicología profunda y nueva ética” lo siguiente: “Está ligado al mal todo aquel que ha visto y no ha actuado, todo aquel que ha desviado la mirada porque no quiso ver; todo aquel que no ha visto aunque lo hubiese podido hacer, pero también aquel cuyos ojos no han podido ver (…) la humanidad es la culpable”.
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Los fanatismos, la intolerancia, la indiferencia, el egoísmo, la impiedad son humanos, ninguna otra especie los cuenta entre sus atributos. Y ninguna cuenta con la razón, esa luz que puede iluminarlos para que se hagan conscientes y sea posible combatirlos. Ignorarlos o pretender que no los tenemos en nosotros, no nos pone a salvo ni los elimina. Los esconde en la Sombra, esa mochila en la que cada uno lleva lo que niega, rechaza u oculta de sí mismo. Y desde allí actúan. Desde allí los proyectamos en otros. Existen la Sombra individual y la colectiva. De esta última escribe en el libro “Tus zonas oscuras” James Hollis, también discípulo de Jung: “¿No es acaso mayor la Sombra de un grupo que la suma de sombras de los individuos que la componen, y no puede acabar generando una dimensión de la inconsciencia completamente nueva?”.
Hay una sombra colectiva que parece extenderse sobre el mundo. En semanas especialmente sombrías de la realidad nacional, y ante una inminente elección, se abre el desafío de votar dándole lugar a la razón o de apagarla una vez más. O vota nuestra razón o vota nuestra Sombra. Con diferentes consecuencias.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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