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Juan Graña, Martín Kalos y Nicolás Bertholet
La situación económica y política de Argentina es francamente mala desde hace más de una década, pero en 2023 ya es directamente pésima. Es un año de una inflación que corre por encima del 110% anual y sigue acelerándose mientras la actividad productiva está nuevamente en recesión profunda (tras una recuperación importante pero parcial, donde apenas llegó a alcanzar niveles de 2018-2019 cuando ya estábamos en crisis).
Pero este año de caída se monta sobre décadas de frustraciones económicas. Otra forma de visualizar la profundidad de la crisis es entender que ya recorrimos una década entera con caída del nivel de actividad.
Se necesitaría desde ahora una década entera creciendo a un ritmo del 3% anual para recuperar el nivel de PIB per cápita del año 2012. Es decir que incluso si lográramos crecer durante diez años seguidos a un ritmo que no conseguimos sostener desde hace prácticamente 50 años, apenas conseguiríamos empatar el PIB por habitante que teníamos en 2012.
Mientras tanto, el mundo continuó avanzando: creciendo, invirtiendo, aumentando su productividad, mejorando la calidad de vida de al menos parte de su población. Es un camino al desarrollo donde la mayoría de las naciones avanzan mientras Argentina corre hacia atrás.
¿Por qué es tan malo este año? Simplemente porque a todo lo que ya estaba mal y se hacía mal en Argentina se le sumó la peor sequía de la que se tiene registro. Esta sequía vino a profundizar los dos mayores problemas que aquejaban a la macroeconomía argentina: la falta de crecimiento y la restricción externa.
Para tomar dimensión de cómo puede terminar el año vale una comparación rápida: durante la sequía y crisis económica mundial de 2008-2009, cuando la economía se contrajo 5,9%, no había cepo ni problema inmediato de falta de reservas, la inflación rondaba el 25%, los ingresos laborales eran 25% superiores a los actuales y no se habían acumulado aún estos 12 años de crisis que pesan sobre las espaldas de las familias y las pymes de todo el país y se evidencian en los altos niveles de pobreza estructural en nuestra sociedad.
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Lo peor es que en todos estos años, nadie tomó las medidas de fondo necesarias para solucionar estos problemas. Incluso en 2022 se hablaba de un plan de estabilización que ni siquiera llegó a ser diseñado, además de que no había condiciones económicas y políticas para que este Gobierno lo implementara y coordinara.
De haber existido un plan, debía apuntar a que un Gobierno debilitado (más desde mediados del año pasado, frente al descontrol de las variables fiscales y financieras tras la renuncia de Martín Guzmán) corrija precios relativos (tarifas y tipo de cambio) y reduzca marcadamente el déficit, todo junto, al mismo tiempo y con una capacidad política incierta de su propia coalición política.
Si no era posible entonces que el Gobierno emprendiera semejante tarea, menos lo es ahora. El Frente de Todos se encuentra políticamente en peores condiciones y las variables económicas empeoraron drásticamente. Es aún más imperioso cambiar la situación y corregir el rumbo, pero eso no implica que pueda hacerse sin generar mayores problemas y ninguna solución.
No hay plan de estabilización sin financiamiento en divisa extranjera. Aquí es donde la sequía juega un rol central, ya que implica menos dólares liquidados por exportaciones. Para peor, el acuerdo con el FMI implica un financiamiento negativo este año (se paga más de lo que se recibe), incluso antes de incumplir las metas del primer trimestre que obligan al Gobierno a renegociar (aceptando entonces otras, nuevas, exigencias del FMI).
Todo esto marca un tope estricto a las importaciones que juega en contra del nivel de actividad. Encima, la actual versión del cepo cambiario obliga a las empresas a incorporar en sus estructuras de costos tanto el costo financiero de usar los tipos de cambio paralelos para importar insumos como las expectativas de devaluación, por desconocer a qué precio accederán al tipo de cambio oficial cuando les sea habilitado, lo cual puede ser poselecciones y sólo lentamente.
Las empresas deben entonces cubrirse del riesgo político y de la incertidumbre de no saber si en las elecciones ganarán posiciones más extremas que plantean devaluaciones bruscas del dólar oficial (o dolarizaciones que también implican tal escenario).
Si el menú de opciones disponibles para Sergio Massa al comienzo de su gestión era reducido, ahora es más. Nuevamente, la sequía es sin dudas un gran problema pero tampoco es que la gestión encaraba soluciones de fondo. De hecho, sus mayores “logros” vinieron de la mano de darle al sector agropecuario (el más productivo del país) el mejor tipo de cambio sectorial disponible hoy y de utilizar sus aceitados vínculos internacionales para endeudarse en dólares con organismos internacionales.
En este contexto quedan dos ejes por donde avanzar para llegar al cambio de Gobierno sin una crisis aún más brutal: la reducción del déficit fiscal y los parches cambiarios y financieros para evitar una devaluación brusca del tipo de cambio oficial.
En primer lugar, se debe continuar avanzando en la construcción de las condiciones necesarias para lanzar un plan de estabilización. Aún pese a su aporte inflacionario, hay que profundizar la reducción de subsidios económicos a las tarifas energéticas y de transporte, para reducir un déficit fiscal que hoy el Estado no está en condiciones de financiar más que con emisión y que además es regresivo en términos de distribución del ingreso. Se debe atender a la recesión, caída de la recaudación y menor empleo a través de un refuerzo a las transferencias sociales.
Cualquier otro ahorro que pueda realizarse en partidas no primordiales -diferentes subsidios y transferencias a empresas privadas, públicas, organizaciones sociales y religiosas, u obras públicas que se van concluyendo- también debe redirigirse a atender la situación social.
Dicho de otra manera: reducir el déficit fiscal a partir de una reorientación de gastos que intente paliar el impacto de la crisis en las familias más vulneradas, mientras se pone un manto de racionalidad en el esquema de incentivos y precios relativos de nuestra economía. En el mismo sentido, la continuidad del crawling peg del TC oficial junto al mantenimiento de tasas de interés reales positivas pero reducidas es central para no empeorar la situación macroeconómica.
En segundo lugar, obviamente se necesitan divisas. Idealmente se debería avanzar en una simplificación del sistema de manejo del TC oficial y los múltiples tipos de cambio efectivos o paralelos. Menos cantidad de tipos de cambio y de regulaciones a la operatoria, en un contexto de tasas de interés positivas y un potencial cambio de gobierno, podría atraer capitales financieros que quieran aprovechar el bajo precio en dólares de los activos locales.
Aunque suene alocado, un esquema macroprudencial de gestión de flujos financieros que siga las pautas internacionales recomendadas inclusive por organismos internacionales, podría alentar la llegada de algún fondo. A la vez, el Gobierno podría reducir la demanda de reservas pasando a los mercados paralelos las compras de dólar ahorro y los gastos con tarjeta en el exterior; opciones no deseables pero que en el actual contexto sin dudas se cuentan entre los “males menores” para evitar una crisis aún mayor y que no tienen impacto inflacionario relevante.
Otras fuentes de financiamiento multilaterales o eventuales (desde la licitación 5G hasta los demoradísimos acuerdos para comerciar con nuestros principales socios sin pasar por el dólar) y un acuerdo que patee el problema del repago de la deuda al FMI podrían reforzar las Reservas e incluso la oferta en los tipos de cambio paralelos, para así lograr el puente financiero hasta el cambio de gobierno. No estará exento de volatilidad y no es una solución de fondo, pero son parches necesarios para empezar a transitar luego una estabilización bajo un esquema más razonable.
En las elecciones de este año están en juego agendas económicas múltiples. Por un lado, la de las medidas de estabilización que reduzcan finalmente la inflación y dejen de tener una crisis a la vuelta de cada esquina. Por el otro, la de las políticas de desarrollo que solucionen los problemas de fondo que Argentina no aborda hace décadas.
Estamos lejos aún de esos debates, e incluso hay espacios políticos que siguen proponiendo soluciones mágicas que no funcionan (dolarización, moneda digital, reducción drástica de empleo público, etcétera) y serían una continuidad y profundización de esta crisis perpetua argentina.
Pero mientras tanto, hay que pasar este año electoral.
Para eso, estos dos objetivos modestísimos pero al alcance de las capacidades y apoyo político actual del gobierno que permitirían gestionar la macro hasta diciembre sin una devaluación descontrolada y su impacto negativo en las familias y empresas de todo el país. Podrían ser también un punto de partida más razonable que el actual para que el nuevo gobierno pueda lanzar un plan de estabilización con mejores perspectivas de éxito.
Nota: columna publicada en eleconomista.com.ar
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