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Damián Cichero
eleconomista.com.ar
Se cumplieron diez años del discurso del presidente de China, Xi Jinping, en el que nombró por primera vez el proyecto Belt and Road Initiative, también conocido como “Nueva ruta de la seda”. En esa oportunidad, Xi, que se encontraba en la Universidad Nazarbayev, de Kazajstán, propuso una nueva asociación de países que, en principio, iba a ser entre China y los países a los que proyectaba su comercio e infraestructura.
Sin embargo, desde ese momento, el proyecto comenzó a ampliarse considerablemente, lo que provocó que países de todo el mundo quisieren unirse, tal como sucedió con Argentina en 2022.
Inicialmente, Xi se refirió al proyecto como Silk Road Economic Belt” (“Franja Económica de la Ruta de la Seda”): “Franja” hace referencia a las rutas terrestres para el transporte por carretera y ferrocarril a través del Asia Central sin salida al mar, mientras que “ruta” hace referencia a las rutas marítimas del Indo-Pacífico a través del sudeste asiático hasta el sur de Asia, Oriente Medio y África.
El mandatario chino, que había llegado al poder tan solo un par de meses antes, el 14 de marzo de 2013, tenía como objetivo que su país recuperara el prestigio y la influencia internacional que tuvo en los siglos pasados. Por ello, el proyecto también es conocido como “Nueva ruta de la seda”, ya que hace referencia a la original Ruta de la Seda que, desde el siglo I a.C., conectó a China con todo el continente asiático, llegando hasta África y Europa.
Este megaproyecto de infraestructura internacional, a diferencia de su antecesor, literalmente llegó a todo el mundo, registrándose más de 140 países que se han unido al mismo.
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En el caso de los países de América Latina que forman parte del proyecto, se encuentran Panamá, Uruguay, Ecuador, Venezuela, Chile, Uruguay, Bolivia, Costa Rica, Cuba, Perú y la ya mencionada Argentina.
El Gigante Asiático es un gran productor de bienes industriales, textiles y tecnológicos, mientras que, debido a su población de 1.400 millones de habitantes, también es un gran demandante de materias primas, como alimentos o petróleo y gas natural. Por ese motivo, esta iniciativa le permite acceder de manera más rápida y sencilla a estos productos, como colocar los suyos en todo el mundo. En este sentido, según la consultora norteamericana RWR Advisor, hasta 2020, China destinó más de US$ 461.000 millones para construir puertos, rutas de tren, autovías e incluso gasoductos. Sin embargo, la cifra se “congeló” desde la pandemia del coronavirus.
Para empezar, desde que las tensiones entre Estados Unidos y China han ido en aumento, muchos países comenzaron a mostrar cierta preocupación por cuestiones como el exceso de deuda y la influencia de China.
Se cree que es una “trampa de la deuda” diseñada por China para tomar el control de la infraestructura local, lo que ha empañado la reputación de la iniciativa.
A esto se suma que China también se ha convertido en uno de los mayores acreedores del mundo, ya que ella misma se encarga de otorgarles rescates de emergencia a estos mismos países que no pueden pagarla.
Según un estudio publicado por investigadores del Banco Mundial, la Escuela Kennedy de Harvard, el Instituto Kiel para la Economía Mundial y el laboratorio de investigación estadounidense AidData, entre 2008 y 2021, China gastó US$ 240.000 millones en rescatar a 22 países que son “casi exclusivamente” deudores del proyecto de infraestructura Belt and Road.
De ese total, US$ 170.000 millones provinieron de la red de líneas de intercambio del Banco Popular de China, mientras que los otros US$ 70.000 millones fueron prestados por bancos y empresas estatales chinas, incluidas compañías de petróleo y gas.
En este sentido, otro de los grandes problemas es que los rescates chinos no son para nada baratos: el PBOC exige una tasa de interés de 5%, en comparación con el 2% de los préstamos de rescate del FMI.
Actualmente, el país más importante, y único miembro del G7, que forma parte de este proyecto es Italia. Sin embargo, parece que la historia de amor entre Pekín y Roma durará menos de lo esperado. Italia se unió a la Franja y la Ruta en 2019, aunque su membresía vence en marzo de 2024 y parece poco probable que el gobierno de Giorgia Meloni la renueve.
Francia prohibió en 2004 llevar en las escuelas e institutos cualquier signo religioso ostensible, en un contexto de tensión sobre el velo islámico.
Seis años más tarde, se prohibió el uso del velo integral en el espacio público, provocando una polémica mundial. Y en 2016, el uso del burkini, un traje de baño que cubre el cuerpo y el cabello, se vedó en algunas playas.
En junio, la posible autorización para las futbolistas de jugar con hiyab, finalmente desechada, sacudió el país. A cada polémica, los partidos de derecha, de extrema derecha y de izquierda, salvo su ala radical, afirman querer defender la laicidad.
Este principio es un pilar de Francia desde una ley de 1905 y, según sus defensores, está amenazado por un “separatismo” religioso, sobre todo relacionado con el islam.
El debate se recrudeció desde la ola de atentados yihadistas que sacudió Europa la pasada década.
“Vivimos en nuestra sociedad con una minoría de gente que, aprovechándose de una religión, desafía la República y la laicidad”, respondió el lunes el presidente francés, Emmanuel Macron, a preguntas sobre la abaya.
“No podemos actuar como si no hubiera habido un atentado terrorista y Samuel Paty”, agregó en referencia a un profesor asesinado en 2020 por un fundamentalisma musulmán por mostrar caricaturas de Mahoma en una clase sobre la libertad de expresión.
Un 81% de franceses aprueban la prohibición de la abaya en la escuela, según un sondeo reciente.
“Hay una radicalización de la sociedad francesa, una derechización que también vemos sobre otros temas como la inmigración, la seguridad”, apunta el historiador y politólogo francés, Jean Garrigues.
Desde la publicación de caricaturas de Mahoma por el semanario satírico Charlie Hebdo, Francia suele ser vista como “islamófoba” en el mundo musulmán.
Con la última medida, el investigador iraní en Estudios Religiosos en la universidad de Utrecht (Países Bajos), Pooyan Tamimi Arab, considera que Francia va “demasiado lejos”.
Los “islamistas” dirán que “la laicidad a la francesa es antiislámica. Lo criticarán. Podrían utilizarlo para justificar la violencia”, advierte. (AFP)
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