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Pilar Rahola
eleconomista.com.ar
Las grandes causas, aquellas causas justas que sacudieron el Siglo XX hasta el punto de consolidar derechos fundamentales que no habían sido nunca protegidos, están desapareciendo, secuestradas por las opciones políticas más radicales y devoradas por la hiperideologización.
Si en el Siglo XX se planteó un combate en mayúsculas, donde la línea divisoria ideológica se situaba entre aquellos que defendían la opresión y aquellos que luchaban en su contra, el Siglo XXI ha minorizado este combate hasta convertirlo en una patética batalla de pancartas.
Lejos de mantenerse en la necesaria transversalidad, la sobrecarga ideológica ha roto los consensos y las causas han quedado secuestradas por unos, abandonadas por otros y globalmente debilitadas.
De todas ellas, es sin duda la causa de la mujer la que ha sufrido más ferozmente esta jibarización que la ha reducido a una simple consigna. Lejos de la idea de una lucha compartida por sensibilidades diversas, los partidos de izquierdas, especialmente los de extrema izquierda, se la han apropiado, a la vez que la han cargado de prejuicios ideológicos.
El ejemplo más próximo sería el uso y abuso que hizo Irene Montero, cuando era ministra (de Igualdad del Gobierno de España), convirtiendo la causa de la mujer en un panfleto vinculado a todos los tópicos y prejuicios propios de su ideología. De esta patrimonialización salió la ley del “sí es sí” de triste memoria.
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Y también de este abuso ideológico salen las manifestaciones de los últimos años donde se mezclan la causa de la mujer con todo tipo de manías ideológicas, sea la obsesión anti Trump, el odio antiisraelí o el Free Palestina.
Lejos de entender que la lucha por los derechos de las mujeres pertenece a todas las ramas ideológicas —de hecho, no olvidemos que nació como un movimiento de mujeres de la alta burguesía inglesa—, estas izquierdas dogmáticas han expulsado de la causa a todos aquellos que no cumplen el manual del buen progresista.
Lo peor es que, en este proceso de apropiación y minorización, han abandonado las grandes causas de la mujer que hoy nos interpelan de manera sangrante. Los ejemplos son demoledores y dejan desnudos a los reyes de la demagogia. Desde las mujeres en lucha en Irán o las niñas secuestradas en Nigeria, hasta las mujeres brutalizadas con todo tipo de leyes fanáticas en Afganistán, o la barbarie de las violaciones masivas de mujeres israelíes el 7-O, en todos estos casos la izquierda feminista, violeta y superguay, ha callado, ha ignorado y no ha existido. Ni grandes manifestaciones, ni peticiones de boicot, ni campus universitarios encendidos, ni dictadores enviados al Tribunal de La Haya.
Es un feminismo de pancarta y consigna, cargado de prejuicios, ferozmente anti Occidental y siempre paternalista con el islam, tanto que puede llegar a levantar la bandera de Hamás o Hizbulá, a pesar de ser organizaciones ferozmente misóginas.
En nuestro país lo conocemos sobradamente con alguno de estos partidos que, si no tienen a una diputada con hiyab, no se consideran progres, ignorando la simbología opresora que comporta. Pero no solo eso: las subvenciones a entidades islamistas que defienden el salafismo —a estas alturas, la ideología más peligrosa para las sociedades democráticas— van que vuelan, de la misma manera que se consideran cuestiones multiculturales algunas prácticas que, sencillamente, son inaceptables en una civilización avanzada.
Que este tipo de partidos y personajes hablen de feminismo cuando son totalmente ajenos al sufrimiento de millones de mujeres en el mundo, sometidas por una ideología extrema, es un auténtico festival de la hipocresía dogmática.
Escribo este artículo conmocionada por la última barbaridad contra las mujeres que, nuevamente, no hará movilizar al feminismo de pancarta, ni a los partidos que se lo apropian, ni a los manifestantes ruidosos que, si no van contra Israel o los EE.UU., no tienen ningún interés en salir del sofá. Es la nueva ley que ha promulgado el régimen talibán afgano que, en una retahíla minuciosa de prohibiciones contra las mujeres, llega a prohibir que se pueda oír la voz de la mujer ni en público, ni en ninguna radio, ni televisión, y la prohibición específica de que ni puede cantar, ni recitar, ni hablar.
Es el último eslabón de una cadena infinita que anula a las mujeres hasta el punto de la desaparición, convertidas en espectros sin otro derecho que respirar el oxígeno que les permiten sus machos.
Estamos en el Siglo XXI, vivimos en la era de la inteligencia artificial, el mundo está interconectado y, sin embargo, unos fanáticos violentos pueden destruir la vida de millones de personas con total impunidad. No preguntaré dónde está la ONU, porque esta gran institución que nació para defender la democracia y los derechos fundamentales se ha convertido en un espantajo patético y absurdo, a merced absoluta de los intereses más espurios. Y así, abandonadas por todos, millones de mujeres son invisibilizadas, esclavizadas y aniquiladas.
¿El feminismo? Tal como nació, el feminismo ha muerto en manos de los que más gritan en su defensa. Ahora solo es una pancarta progre barata, una consigna manida y abusada, una mueca en la cara del mundo.
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