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Isabel Bowes-Lyon, la esposa del Jorge VI se distinguió por poner a su familia en primer lugar sin dejar de trabajar por el honor de la familia real de Inglaterra
VIRGINIA BLONDEAU
Por VIRGINIA BLONDEAU
Hay mujeres que, más allá de lo que hayan hecho a lo largo de su vida, se las recuerda por su rol de madre. Una de ellas es, sin duda, la progenitora de la actual reina de Inglaterra, Isabel II. También se llamaba Isabel y pasó a la historia como Queen Mum, la Reina Madre.
Isabel Bowes-Lyon nació con el siglo XX y falleció en 2002 a tan solo unos meses de cumplir 102 años. De pie, aunque con alguna dificultad para caminar, había participado de los convites reales hasta los 101. Detrás de su frágil figura de abuelita de cuento se escondía una fuerte personalidad, una cabeza muy dura y un alto sentido de responsabilidad; empática al punto de que hoy sería una “influencer”. Y sino, que le pregunten a Hitler quien, en plena guerra, dijo que era “la mujer más peligrosa de Europa”. O sea, la que menos le convenía dado el poder que tenía su arenga continua en contra del nazismo.
Isabel ayudó a su esposo a superar la timidez y lo representó en innumerables actos
La luego Reina Madre había nacido en el seno de una familia escocesa, su padre era el conde de Strathmore y, por su condición de noble, tenía una cercana relación con la familia real. Isabel no tenía ningún título rimbombante y tampoco lo deseaba. De hecho, cuando el príncipe Alberto, segundo hijo del rey Jorge V y de la reina María, le propuso casamiento ella lo rechazó. Y por más que Bertie, como lo llamaban en la intimidad, insistía, ella seguía temerosa de aceptar ya que ingresar a la familia real significaba mudarse a Londres y tener que aguantar el rígido protocolo.
A los reyes les encantaba la idea de que el tímido Bertie se casara con la pizpireta muchacha, aunque ella no fuera del rango adecuado. Al final la convencieron diciéndole que no era el heredero del trono y por lo tanto iba a llevar siempre una vida “de príncipe segundón”. Solo se esperaba de ellos la asistencia a algunos eventos determinados.
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De más está decir que la joven no se casó enamorada, aunque aprendió con los años a querer al bueno de Bertie, uno de los pocos miembros masculinos de la familia real inglesa al que no se le conocieron amantes. Y es que sentía verdadera devoción por su mujer.
Bertie e Isabel, se cree, tuvieron algunas dificultades para procrear. Incluso la biógrafa de los Windsor, Kitty Kelley, dice que recurrieron a la inseminación asistida, una de las primeras hechas en el Reino Unido. Lo cierto es que el 21 de abril de 1926 nació su primera hija, a la que llamaron como a la mamá, Isabel. Nadie podía imaginar que el destino de esa niña era ser lo que es hoy: reina de Inglaterra. Pero para eso falta mucho aún.
“Las niñas no se irán sin mí. Yo nunca abandonaré al rey. Y el rey nunca se irá”
La Reina Madre,
su respuesta cuando le propusieron dejar Londres durante la II Guerra Mundial
Cuatro años más tarde nació otra niña a la que llamaron Margarita y que completó la felicidad del joven matrimonio que vivía a la sombra de Eduardo, el hermano mayor de Bertie y, por lo tanto, heredero al trono.
Eduardo, a todo esto, se pavoneaba por el mundo con sus múltiples conquistas, pero no sentaba cabeza. Su hermano y su cuñada se preocupaban, pero lo adoraban y disfrutaban de su compañía. Hasta que en 1936 el rey Jorge V, padre de ambos, fallece y Eduardo sube al trono. Pero por poco tiempo. Resulta que se había enamorado de Wallis Simpson, una norteamericana dos veces divorciada y sin una gota de sangre real. La historia es por todos conocida y se relata de maravillas en la película “El discurso del rey”: el Parlamento no aprobó el matrimonio de Eduardo con Wallis, éste abdicó y su hermano, el tímido y tartamudo Bertie, asumió el trono como Jorge VI. Isabel, la que no quería perder la libertad ni ajustarse al protocolo, se convirtió de un día para otro en monarca consorte del Reino Unido y emperatriz consorte de la India además de un sinfín de títulos y honores. Nunca jamás le perdonó a su cuñado semejante afrenta. Y no era solo una cuestión de patriotismo sino que sabía que la responsabilidad del trono modificaba la vida de su marido, que no estaba preparado ni quería ser rey, y la de su hija a la que por el hecho de ser la heredera le robaba la posibilidad de tener una infancia despreocupada y una vida “normal”.
Y mucho más odiada pasó a ser “esa mujer”, como la llamaba sin llamarla Isabel a Wallis, la culpable de la abdicación de Eduardo. Para colmo se había enterado que la sofisticada norteamericana se refería a ella como “la cocinerita” por su aspecto común y corriente.
Cuando luego de la abdicación Wallis y Eduardo se casaron, llegó el turno de la venganza: a instancias de su esposa, el rey negó a la pareja la posibilidad de radicarse en Inglaterra, fueron ninguneados hasta el final de sus vidas y se le negó a Wallis el permiso para utilizar el tratamiento de Alteza Real de su esposo.
Este cambio inesperado la hizo a la ahora reina mucho más fuerte de lo que era. Ayudó a su esposo a superar su timidez, lo representó en innumerables actos, se ocupó de la educación de sus hijas y fue un ejemplo de valentía durante la II Guerra Mundial. Cuando empezaron los bombardeos le sugirieron que Isabel y Margarita debían irse de Londres o incluso del país. La respuesta fue: “Las niñas no se irán sin mí. Yo nunca abandonaré al rey. Y el rey nunca se irá.”
Isabel fue reina consorte durante poco más de 15 años y, cuando Jorge VI murió, su hija se convirtió automáticamente en reina y ella pasó a ser la Reina Madre, un título que no le agradaba demasiado pero que asumió a la perfección. Fue para su hija, la actual reina, una sabia consejera, la típica madre que, con un dejo de sarcasmo, nunca deja de dar su opinión.
Hay varios ejemplos de su fina ironía. Ya anciana adoptó como medio de transporte el helicóptero y cuando alguien le preguntó las razones contestó: “El helicóptero cambió mi vida tan decisivamente como lo hizo con la de Anne Bolena”, en un juego de palabras referido a la decapitación de una de las esposas de Enrique VIII (la palabra “Chopper” es tanto helicóptero como el verdugo que decapita a un condenado). Cuando murió una prima suya de vida atolondrada y su cuerpo fue arrojado al mar comentó: “Querida Edwina, a ella siempre le gustó darse un buen chapuzón”.
No se casó enamorada, aunque aprendió con los años a querer al bueno de Bertie
Era una mujer con una vida extremadamente ordenada sobre todo en lo referido a horarios, comidas y hasta bebidas. Según su biógrafo AdrianTinniswood, la reina seguía una rutina espirituosa estricta: antes de almorzar, una copa de gin y otra de Dubonnet; vino con la comida, Martini antes de la cena y, a veces, una copa de champagne. No bebía en exceso pero no le gustaba prescindir del alcohol. En lo que sí parece que cometió excesos es en las apuestas de caballos, afición que tomó una vez viuda. Aunque no hay certezas parece que su hija, la reina, tuvo que pagar más de una vez las cuentas de su madre.
Fue muy generosa al recibir con los brazos abiertos a la joven Diana Spencer como novia de Carlos, su nieto preferido. Y no era para menos: los Spencer podían tener problemas económicos pero eran una de las familias con más alcurnia de la corte y, además, Ruth Fermoy, abuela de Diana, había sido su amiga y dama de compañía. La reina madre estaba feliz con la elección de su nieto, pero poco le duró esa sensación y, al igual que con su cuñado Eduardo, pasó del amor al odio. Expresó claramente su “total repugnancia” a la decisión de Diana de ventilar los trapos sucios de su matrimonio y tampoco apoyó a su nieto cuando confesó por televisión que había sido infiel. El odio a Diana no significó amor a Camila, aunque es de suponer que al final de sus vidas la había aceptado ya que dejó a Carlos en herencia sus tiaras más queridas sabiendo que iban a terminar en la cabeza de su entonces amante y hoy esposa.
Se opuso terminantemente a que Diana tuviera un entierro con honores. Después de todo solo era la “ex” de su nieto. Pero ya sabemos que la presión del gobierno y del pueblo pudieron más y Diana recibió un funeral de estado.
Ironía del destino fue que, como ese tipo de actos son muy complejos se organizan previamente y la muerte de Diana fue absolutamente inesperada, se tuvo que tomar como ejemplo el que ya estaba previsto y ensayado para la reina madre. De modo que Isabel tuvo el dudoso privilegio de ver como iba a ser cuando le llegara la hora, su fastuoso funeral.
Murió cinco años después. Había sobrevivido a dos guerras, dos tumores malignos, reemplazos de cadera y varios huesos rotos, pero no pudo resistir la muerte de la princesa Margarita, su hija menor fallecida meses antes.
Su pueblo aún la recuerda. La mayoría con cariño y uno en especial con cierta rabia: Nigel Farage, el líder del partido del Brexit, en un intento de desprestigiar la corona dijo en agosto pasado que “la reina madre tenía sobrepeso, era una fumadora empedernida y una bebedora de ginebra”. Isabel, desde donde esté, habrá sonreído socarronamente sintiéndose muy orgullosa de sus caderas y de sus pequeños vicios.
La Reina Madre con sus hijas, Margarita e Isabel
El Rey Jorge VI en su coronación junto a la Reina Isabel y sus hijas, Isabel y Margarita
La Reina Madre junto a su nieto Carlos y sus bisnietos, William y Harry
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