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Desde distintos puntos del país y tras una laboriosa organización se reunieron ayer en nuestra ciudad para volver a verse las caras, disfrutar de una jornada a pura anécdota, humor y sentidos abrazos
Jorge Garay
jgaray@eldia.com
Domingo al mediodía. Miguel Ángel Blanco sube al escenario dispuesto en el salón principal de una conocida parrilla de la Avenida 44, toma el micrófono, agradece: “A los que vinieron de muy lejos, a los que tuvieron que hacer un esfuerzo económico muy importante para estar acá, a todos los ‘Julianos’. Los quiero muchísimo”, dice, con toda la sonrisa en el rostro redondo coronado por una calvicie cana, la alegría que no le entra en el cuerpo menudo y que se agiganta con el aplauso cerrado de más de 70 comensales provenientes de distintos puntos del país, sentados a tres mesas largas.
Toda una parrilla para ellos, aunque, descuentan, será muy poco lo que almuercen. La comida no ha sido más que una excusa para el reencuentro de hombres que hace más de 50 años estuvieron alojados en el Instituto de Menores y Conservatorio de Música Julián Aguirre, que funcionaba en una zona de Altos de San Lorenzo. Entonces, eran adolescentes que no superaban los 15, atravesados por circunstancias de abandono familiar, muchas de ellas dramáticas. Ahora, ya pisando los 60 o 70 eligieron volver a verse las caras, recuperar anécdotas, ponerse al día con el derrotero de sus vidas -algunas especialmente duras- que, lejos de encontrarlos solos, los muestra con esposas, hijos, nietos. Medio siglo después, libres y como miembros de esta suerte de gran familia ensamblada que los hermana: los “Julianos”.
Un rayo de sol se cuela por uno de los ventanales del salón casi en penumbras y le ilumina el semblante trigueño a Blanco. Jubiloso como un chico por esta “parrillada” que empezó de un sueño en 2013 y que volvió real con la ayuda de Facebook, cuenta que “al principio costó, porque cada uno ha hecho su vida, nos fuimos separando. Pero busqué a uno, a otro, le pusimos una fecha, un lugar -que tenía que ser en La Plata- y finalmente se dio”, sonríe el hombre, que es de Cañuelas y estuvo en centros de minoridad entre los 9 -cuando una tragedia familiar lo destinó al Instituto Dardo Rocha, del que solo recuerda que “estaba cerca de las vías de tren, que yo miraba desesperado para fugarme”- y 17 años, cuando egresó del Julián Aguirre con una formación musical que luego despuntaría como trompetista de la Fuerza Áerea, a la que dedicó 39 años de servicio.
Cerca de él, Isidoro Gigena, el bigote cerdoso y gris como su pelo engominado, de 71 años y que entró al Julián Aguirre cuando tenía 14, no se arrepiente de haber suspendido otro compromiso para viajar desde Capital Federal, donde reside, a La Plata. “Es una forma de brindarle un lindo homenaje a nuestros padres de la vida, que son los directores del Instituto, aunque hoy no estén acá”, reconoce este santafesino que a los 17 ya integraba la sinfónica de la Fuerza Aérea, “gracias a lo que aprendimos en ese conservatorio, que además de música nos educó, nos dio la libertad que no tuvimos en otros institutos, la contención familiar que nos faltó. Por eso es tan grato el recuerdo y eso se ve hoy, en estas mesas, como si todos fuéramos una gran familia”.
El instituto funcionaba en Altos de San Lorenzo bajo un régimen abierto, fundamental para que los internos pudieran estudiar y vincularse con el exterior. Había, claro, un cronograma estricto que determinaba el horario de las rutinas diarias y las salidas, pero con el plus pedagógico del Conservatorio que en 1949 creó el célebre músico Alberto Ginastera.
El Julián Aguirre recibía menores que recién transitaban la adolescencia. “Era la edad óptima para preparte y formarte para una institución mayor”, reflexiona Gabriel Ibarra, que pasó la mayor parte de su infancia en institutos de menores: entre los 3 y los 16, cuando en 1974 egresó del establecimiento de Altos de San Lorenzo e ingresó a la Marina como tercer trompetista. Muchos años después, ya retirado, luego de haber viajado por el mundo -ya por la música, ya por placer-, de varios matrimonios, tres hijos, cuatro nietos y de continuar con sus viajes, Ibarra dice que si sabe lo que es la libertad es “gracias al Julián Aguirre, que nos acercó a la música y a través de ella nos contuvo y nos dio salida laboral a niños desamparados, carentes de todo”.
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Esa contención encontró Miguel Ángel Blanco. “Yo tuve un problema con mi familia”, interviene el cañuelense, y de pronto una sombra le oscurece el rostro, esconde la cabeza entre sus hombros, como un niño regañado. Llora. De un lado Ibarra, y del otro Gigena, le palmean la espalda, le dicen que se tranquilice, que si no puede se detenga. El amigo triste, los amigos que contienen: la amistad que, como decía Borges, puede prescindir de frecuencias, se reescribe medio siglo después. Blanco, que no logra espantar el recuerdo, se incorpora y retoma: “En un accidente muy grande perdí a una de mis hermanas y a mi mamá, mi padre quedó herido y de milagro se salvó una hermanita de un mes”. En tonces, comenzó su itinerario por los institutos: a los 9 en el Dardo Rocha, a los 15 en el Julián Aguirre, de donde egresó a los 17 para incorporarse como trompetista en la V Brigada Aérea de Villa Mercedes, San Luis. Allí, lo suyo era una libertad a medias, con un régimen estricto, horarios rigurosos, sin feriados. Por eso, nunca supo “realmente” qué pasó cuando 15 años después del drama que lo confinó a institutos de menores la hermana que se había salvado aquella vez falleció arrollada por un tren en Berazategui. Dolorosa paradoja la de Blanco, quien tras la muerte de su hermana pidió el pase a la VII Brigada de Moreno, cerca de Cañuelas, para más tarde retirarse en la Escuela de Suboficiales de la Fuerza Aérea de Ezeiza: “Fue muy fuerte, porque volví al terruño, libre, pero con mucho dolor”, evoca.
“Somos hombres que logramos sobreponernos a pesar de haber sufrido de chiquitos”
Sobre las mesas ya humean algunos platos. Entre los rezagados, aparece Jorge Dominici, que es de Baradero pero vive en Punta Alta, ciudad que adoptó como propia desde que le tocó hacer base como suboficial de banda de la Armada, grado con el que se retiró en 2008. Concluían así 35 años de servicio en los que conoció el mundo y ejecutó en trompeta himnos de los más diversos países a bordo de la Fragata Libertad.
Nada más con su trompeta y su voz , hoy Dominici se gana la vida interpretando clásicos melódicos, que suele mechar con un histrionismo apoyado en citas de comediantes como Carlitos Balá. Sonríe con desparpajo, como si hace 49 años, cuando tenía 7, su mamá -entonces una mujer separada con tres hijos- no lo hubiera internado en un instituto de menores de Baradero, iniciando así un derrotero por establecimientos de este tipo que concluiría a sus 17, cuando en el ‘72 egresó del Julián Aguirre y de allí pasó a la Armada. “Muchas veces la prejuzgué a mamá, le tuve rencor. Pero después de mucho, hace unos años llegué a decirle que la perdonaba y hasta le pedí perdón, antes de que muriera”. Se explaya: “Éramos muy pobres, ella se esforzó hasta donde pudo. Por eso en vida, llorando y dándole un abrazo le agradecí su decisión. Porque lo que soy, lo que tengo y hasta el valor del perdón lo aprendí en el Julián Aguirre”.
Por una historia similar pasó Agustín Andes, de Coronel Suárez, 58 años, 15 cuando ingresó al establecimiento platense, luego de haber pasado por otros tantos. En su caso, el trayecto por los institutos comenzó a los 5 años -cuando perdió a su mamá y su papá decidió que era lo mejor- y concluyó a los 17, al egresar del Julián Aguirre. Se integró a la banda de la Marina, fue designado como reserva en el conflicto del Canal de Beagle con Chile, aunque su recuerdo más fuerte se remonta a la a las 16 del 2 de mayo de 1982, cuando en plena Guerra de Malvinas dos torpedos británicos atacaron el Ara General Belgrano y murieron en el acto 323 de sus 1093 tripulantes. “Ni bien empezó la Guerra, el 2 de abril, mientras estaba de pase en la Base Naval Puerto Belgrano nos dicen que tenemos que zarpar junto a otros cinco músicos. No entendíamos nada, ni tiempo de avisarle a mi papá tuve, que se enteró cuando volví”, dice Andes, que hoy recorre escuelas de Ensenada contando aquel “renacimiento”. “Yo me salvé de milagro, porque estaba en mi tiempo de descanso, pero un minuto antes de acostarme fui al baño y al llegar escuché la explosión. El torpedo pegó a pocos metros de donde dormía, ninguno de mis compañeros se salvó. Estuve a esto de no contarla”. Revela Andes que cada 2 de abril se debate entre la tristeza y la celebración de la vida, pues, créase o no, esa es también su fecha de cumpleaños.
Pero ahora, todo es alborozo. Las mesas comienzan a completarse, Andes se funde en abrazos con los que recién llegan, más allá lo espera su esposa, con quien tuvo tres hijos.
“Al dejar la Fuerza, el Instituto, uno decide dedicarle más tiempo a la familia que supo formar en estos años”, cierra el sobreviviente del Belgrano y los demás coinciden. “Una familia que formamos a pesar de la mala experiencia, somos hombres que logramos sobreponernos a pesar de haber sufrido de chiquitos”, completa Gigena. Y Dominici: “Esto es algo que tiene que llegar a las autoridades. Institutos como el Julián Aguirre tienen que ser un faro de la contención, para que niños que sufren hoy, mañana puedan ser grandes hombres, padres de familia, abuelos, amigos que se reencuentran como nosotros”.
en una parrilla de la ciudad se reencontraron decenas de ex internos de un instituto de menores de la ciudad. una jornada que llevó casi seis años de organización/ roberto acosta
“Después del Instituto me integré a la Marina. El 2 de abril de 1982 me enviaron a la Guerra de Malvinas en el Crucero Belgrano. De milagro, me salvé en el momento en que fuimos atacados” Agustín Andes
“En 2013 empecé a soñar con este reencuentro. Luego, gracias a Facebook, pude ir conectando con varios de los compañeros. Costó un tiempo reunirlos a todos, pero por suerte se dio” Miguel Ángel Blanco
“En el Julián Aguirre conocimos la libertad. Gracias a lo que allí aprendimos y a la música, niños desamparados, carentes de todo fuimos contenidos y pudimos encontrar una salida laboral” Gabriel Ibarra
“Este reencuentro fue una forma de brindarle un lindo homenaje a nuestros padres de la vida, que fueron los directores del Instituto. Por eso es tan grato el recuerdo. Somos una gran familia” Isidoro Gigena
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