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Miguel Zielonka
CFA y Director Asociado en Econviews
El presidente Alberto Fernández prometió en campaña poner plata en el bolsillo de la gente. Sin caja, sin acceso al crédito y sin reservas, no había financiamiento para hacer políticas fiscales expansivas. O dicho mal y pronto, no había de donde sacar la plata para ponerla en el bolsillo de la gente. La aprobación de la ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva busca, entre otras cosas, que el aumento en gasto social prometido por el Gobierno tenga un financiamiento “genuino”.
Más allá de la semántica, la ley implica una nueva tanda de ajuste ya que la presión impositiva crece entre 1,5 y 2 puntos del PIB (retenciones, el impuesto a la compra de dólares y consumo con tarjeta en el exterior y el impuesto a los Bienes Personales son los principales ítems que incrementarán la recaudación) y permiten al gobierno gastar 1,5 puntos del PIB en jubilaciones, asignaciones sociales, salarios, subsidios económicos e infraestructura.
El vaso medio lleno de este ajuste es que se evitaron dos escenarios alternativos que hubieran sido males mayores. Para llenar el bolsillo de una parte de la población se podría haber recurrido a la emisión monetaria desmesurada (alguno recordará la propuesta de aumentar el gasto social con la plata de las Leliq) o también se podría haber recurrido al repudio de la deuda. Elegir la primera avenida hubiera implicado un fuerte salto inflacionario (no necesariamente una hiperinflación) y apretar el botón del default nos hubiera alejado aún más del acceso al crédito, lo que nos condenaría a una larga recesión.
Aun siendo el mal menor, el programa es muy duro sobre los contribuyentes afectados. La lógica es redistribuir plata entre bolsillos, apostando a que quienes reciben las transferencias las volcarán inmediatamente al consumo. Pero lo más importante es que no es un plan integral, sino que sigue siendo un conjunto de medidas de urgencia, un “electroshock” para que la actividad económica reaccione, pero que generan efectos nocivos sobre la capacidad de producción nacional a mediano plazo.
Veamos entonces el vaso medio vacío. Primero, se grava la producción de bienes y servicios de exportación, cuando el Gobierno resalta que el cuello de botella que cíclicamente solemos enfrentar es la falta de divisas. Gravar a los productores que exportan no puede ser bajo ningún concepto una iniciativa que promueva las ventas externas. Segundo, porque al aumentar la presión impositiva sobre los residentes argentinos en general no nos permite competir de igual a igual con los otros 160 países del planeta. Cada vez que el ciclo económico nos golpea con una crisis recurrimos a una suba de impuestos para salir del brete. Así, nos engañamos como niños pensando que el aumento del gasto social es temporario y para salir del atolladero. Habitualmente eso no ocurre y el gasto extraordinario se perpetúa, por lo que la suba de impuestos extraordinaria viene para quedarse.
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Los acreedores privados y el FMI están viendo el vaso medio lleno del programa. En realidad, lo están viendo más lleno que vacío. Eran mucho más escépticos respecto de las primeras medidas del Gobierno y sus expectativas están siendo muy superadas. La dureza fiscal del ajuste propuesto es mayor que la que hubiera esperado el FMI. El Gobierno está haciendo gala de su voluntad de pago, y de su intención de tener una conversación “constructiva”. De ese modo, la ley debe ser vista como una llave para tener un acuerdo por el tema deuda más fácil y/o rápido que lo imaginado, y con ello que pueda recuperarse el acceso al crédito. Si esto se confirmara, entraríamos en una segunda fase para el plan, se volvería algo más “integral”, porque al rebote de técnico de la actividad por aumento de consumo durante el verano se podría sumar una recuperación más duradera por mejora en el crédito a lo largo de 2020.
Sin embargo, si queremos aspirar a un crecimiento sostenido más allá de 2020, es clave generar incentivos correctos para la inversión. El consumo es un motor muy importante para la actividad, contribuye con 70% del PIB, y ya debería ser claro que restringirlo genera caída de actividad y deteriora los indicadores sociales.
Pero volcar la balanza en exceso con estímulos al consumo financiados con subas de impuestos no suena bien a largo plazo. La suba de impuestos, si no se retrotrae superada la emergencia, será un desincentivo a las exportaciones y a las inversiones. Nos condenaría a competir contra el resto de los países con dos motores apagados. Sería dar demasiada ventaja.
“La dureza fiscal del ajuste propuesto es mayor que la que hubiera esperado el Fondo Monetario Internacional”
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