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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
De pronto pareciera que la vacuna contra el Covid-19 es la panacea que la humanidad ha estado esperando para acabar con todos sus males. Pero acaso no exista aún la vacuna que nos libre de aquello que no es un virus ni consecuencia de él. La capacidad de los humanos de dañarse a sí mismos. El reciente caso del vacunatorio VIP demostró hasta qué punto están vigentes los instintos más primitivos, aun en una era de supuesta evolución de la razón. Ante el peligro, el cerebro reptílico (la capa más antigua y elemental de las que componen ese órgano) impone su ley natural. Según la teoría desarrollada en los años 50 por el neurocientífico estadounidense Paul MacLean el cerebro humano se compone de tres capas, producto de nuestra evolución como mamíferos. La primera, que compartimos con las demás especies, es la del nombrado cerebro reptílico, o complejo R, que ocupa apenas el 5% del órgano y comprende al tallo cerebral, los ganglios basales y el cerebelo. La segunda es el sistema límbico, que rodea al reptílico, se conformó posteriormente durante nuestra evolución y es el que (compuesto por la amígdala, el hipotálamo, los bulbos olfatorios y el hipotálamo) gestiona las emociones y la memoria. Y la tercera capa es la del neocórtex, con los lóbulos prefrontales, la más reciente en nuestra larga historia y la que, al permitirnos razonar, procesar información generar ideas, imaginar, planificar, comprender, empatizar, anticipar, procesar experiencias y vivencias, interpretar y desarrollar procesos intelectuales como el pensamiento crítico, establece la distancia entre nosotros y las demás especies y nos convierte en esto que definimos como humanos.
La función esencial del cerebro reptílico es asegurarnos la supervivencia. Nos conduce, ante cualquier amenaza o situación extrema, a dos conductas básicas. Luchar o huir. Se ocupa también de procesos inconscientes, como la respiración o la circulación sanguínea. En su labor no caben ni el razonamiento ni la memoria. Es instantáneo y básico. Estas tres capas, que MacLean bautizó como cerebro triuno, conviven, se articulan y se complementan en nuestra vida. Y es la última, el neocórtex, la que nos permite saber que contamos con este complejo, comprender su estructura y su trabajo y poder actuar, para decirlo de alguna manera, “humanamente”, es decir más allá de lo instintivo básico. Jamás habríamos llegado, de lo contrario, a crear civilizaciones complejas, a la diversidad de culturas, al desarrollo científico y tecnológico, a la creación artística, a la espiritualidad en todas sus manifestaciones, a las relaciones amorosas, al ejercicio de una sexualidad que no sea reproductiva o genital, de no haber sido por el neocórtex.
Se puede decir que las vacunas son producto de esta capa cerebral. Sin embargo, algunas conductas vinculadas a su uso parecen estar motivadas por la preminencia del cerebro reptílico. En esos actos guiados por el afán de supervivencia no hay lugar para la reflexión, la empatía, la solidaridad, la generosidad ni la compasión. Es cuestión de salvarse como sea y a costa de quien fuere. En muchas conductas paranoicas que se expandieron a partir de la pandemia (personas que evitaron a otras personas así fuese a la distancia, auto encierros que semejaron enclaustramientos, temor a cualquier contacto, limpieza obsesiva de superficies y ropas, etcétera) ya había una obturación o apagado del neocórtex para dejar paso a comportamientos más parecidos al de animales en riesgo que al de humanos gestionando una crisis. La diferencia en contra de nuestra especie es que los animales carecen de una capa cerebral que les permita gestionar crisis con razonamiento, reflexión, planificación y creación de alternativas.
Lo grave acontece cuando de quienes se supone o se espera que pongan en funcionamiento el neocórtex y, desde los cargos que ocupan y las responsabilidades que teóricamente asumieron, gestionen en función del bien común, desenvainan una conducta de primitivismo básico y tribal, basada en la idea de “primero yo” o “yo y los míos”. En su reciente e iluminador libro “Ética y coronavirus” el filósofo chileno Daniel Loewe conecta de manera brillante y clara las grandes ideas y corrientes filosóficas con la situación a la cual la humanidad fue sometida por el coronavirus. Y concluye escéptico: “Una amenaza viral no es algo que nos lleve a identificar y fortalecer lo que nos une, sino más bien a separarnos de los otros para ampliar nuestras posibilidades de supervivencia”. A la luz de los hechos, que él describe muy bien y resulta sencillo constatar, agrega Loewe: “Hay que estar bastante obnubilado por los deseos de cambio para suponer que, por un virus que nos hace aislarnos de los otros para buscar protección, vamos a ampliar nuestra comunidad global en vez de volcarnos sobre nosotros mismos”.
Más peligrosa que cualquier virus, señala este filósofo, es la estupidez humana, capaz de destruir su propio medio ambiente, de degradar sus formas de vida y de expandir pandemias de egoísmo, indiferencia y ausencia de cooperación y solidaridad. Como se trata de una característica de la especie, esto afecta a toda la humanidad. Nadie está libre. Pero todos poseemos neocórtex y estamos capacitados para reflexionar, para auto examinar nuestras conductas, pensamientos y sentimientos y para detectar el comportamiento reptílico cuando se manifiesta de un modo inocultable y controlarlo. Porque no se trata solo de sobrevivir, aspiración natural en todo organismo vivo, sino de vivir para algo que sea más que la satisfacción de deseos e instintos básicos. Se trata, en fin, de vivir con sentido. La más exitosa y eficiente de las vacunas (si existiera) puede garantizarnos la supervivencia básica. Es decir, que sigamos respirando, comiendo, durmiendo, bebiendo, reproduciéndonos y, si se quiere sumarle algo más, acumulando o acaparando bienes y objetos y artefactos contables y materiales. Pero no una vida con sentido.
Una vida que trascienda, que deje huellas significativas, puede inmunizar por sí misma contra el vacío y la estupidez y hacernos más fuertes, cooperativos, empáticos y solidarios ante la incertidumbre y los riesgos que serán siempre parte inevitable y natural de nuestra existencia. En su clásica obra titulada “¿Por qué enfermamos?”, el médico, psiquiatra y psicoanalista argentino Luis Chiozza (una eminencia en la materia) señala que hoy confundimos valor con costo, fines con medios, amabilidad con relaciones públicas, generosidad con promoción, ética con diplomacia, política con lucha por el poder, tolerancia con astucia, resignación con fracaso y trascendencia con ambición, y que carecemos de palabras cargadas de sentido. El mundo se ha llenado de “cosas”, dice Chiozza, en la medida en que se ha vaciado de valores, y una vida dedicada solo a las “cosas” pierde su sentido. Comportamientos como usar el poder para salvarse a costa de otros o correr a vacunarse antes que cualquiera, así sea pasando por sobre los cuerpos de los que se caen, son comportamientos reptílicos y dan muestra del vacío que señala Chiozza, además de resultar fuentes de pandemias para las que hasta aquí no hay vacunas.
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