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Los confinamientos tienen consecuencias sociales
SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
Es más fácil declararse tolerante que serlo en los hechos. Es más fácil recitar la empatía que ejercerla. Es más fácil decirse amante de la paz que vivir en paz. Es que la tolerancia, la empatía y la paz se reducen a puras abstracciones sin la presencia del prójimo. Del otro. El que no es mi imagen reflejada en el espejo, sino alguien diferente, que acaso piensa y siente distinto de mí ante los mismos hechos. Que reacciona de otra manera y toma otras decisiones, quizás opuestas a las mías, en las mismas circunstancias. Tolerancia, empatía y paz (así como amor, comprensión, escucha, solidaridad, generosidad o diálogo) solo existen de verdad a partir de la presencia del otro, de la otra, sin los cuales se desvanecen.
Las relaciones humanas, el vínculo entre personas cercanas, íntimas y conocidas, e incluso entre desconocidos, se modificó de manera radical desde marzo de 2020 en adelante. Edificios de oficinas, talleres, estadios, locales gastronómicos, aulas, aeropuertos y otros escenarios de la vida cotidiana en los cuales las personas se frecuentaban con naturalidad se vaciaron. Numerosos y distintos tipos de vínculos se debilitaron, se espaciaron o desaparecieron. De alguna manera, el confinamiento y las sucesivas cuarentenas nos fueron regresando a una etapa primitiva de nuestra historia como especie, la Edad de Piedra (el período neolítico, aproximadamente entre 3 y 6 mil años previos a la era presente). Entonces se empezó a pulir la piedra y se construyeron los primeros instrumentos, entre ellos los que permitieron comenzar a trabajar la tierra. Nació así la agricultura y fue el principio del fin del nomadismo, que llevaba a un continuo peregrinar en busca de alimento. Luego vendría la ganadería. Se construyeron viviendas, aparecieron formas rudimentarias de comercio e intercambio. Estos emprendimientos colectivos hicieron que los grupos nómades, de no más de 150 individuos, en que se agrupaban los humanos se ampliaran hasta incluir 500 o más. Aquellas familias homogéneas y únicas sufrieron desprendimientos. Quienes se apartaban del grupo inicial constituían nuevas familias, más pequeñas, y estas convivían en tribus. La vida social se hacía más compleja, para regularla se formulaban reglas y normas. Se consensuaban valores, rituales, tradiciones y formas de convivencia. Nacía un círculo invisible en el cual los incluidos se consideraban a sí mismos como “nosotros”. El crecimiento de la especie humana dio pie a la reproducción de estas tribus, que luego devendrían en poblados, villas, ciudades, naciones. Y afuera de cada tribu estaban las otras. Los llamados “ellos”. Con otras historias, tradiciones, lenguajes y normas.
Así nacieron también prejuicios y preferencias. La indulgencia, la permisividad, entre “nosotros”, la sospecha, la rigurosidad en el juicio hacia “ellos”. Para la canadiense Patricia Churchland, neurofilósofa (corriente en la que convergen filosofía y biología), autora de “El cerebro moral”, cuanto más crecen los grupos sociales y más complejas son su organización y sus interacciones, y mayores sus problemas, también son más necesarias la cooperación, la confianza, el respeto de los códigos de conducta. Y como seres sociales, que necesitan de sus semejantes y de las relaciones con ellos, señala Churchland, el aislamiento es el peor de los castigos. En el aislamiento nuestra fragilidad aparece en toda su dimensión. Entonces nos refugiamos más estrechamente en el “nosotros”, en los más cercanos físicamente o en los que piensan (o dicen pensar) como nosotros, y entre quienes tienen nuestra misma cosmovisión (o dicen tenerla). Volvemos a la noción de tribu. Nos pertrechamos contra “ellos”, tememos que sean peligrosos para nuestra supervivencia, acrecentamos nuestros prejuicios contra todo aquel que no pertenezca a nuestro círculo. Regresamos, de modo inconsciente pero real, al primitivo encerramiento en tribus. Esto se verifica en numerosos planos. El familiar, el político, el deportivo, el nacional.
Todos esos escenarios que hoy carecen de su habitual presencia humana, o que la conservan de manera muy raleada, eran hasta hace un año y pocos meses los espacios en los cuales ejercíamos nuestra sociabilidad, condición natural de los seres humanos y necesaria para su existencia y supervivencia. Esos eran los lugares en los cuales convivíamos con lo diferente y podíamos ejercitar de verdad (algunos más, algunos menos, según el grado de madurez y desarrollo emocional y espiritual) la empatía, la tolerancia, la confianza, la escucha o la generosidad, entre otras virtudes. Esos espacios contienen la diversidad y permiten evitar el empobrecimiento emocional, intelectual y cognitivo que se deriva del monocultivo vincular, cosa que ocurre cuando solo nos relacionamos entre “nosotros”.
De todos modos, el actual regreso al tribalismo ofrece una diferencia sustancial con aquellas primeras tribus, que carecían del desarrollo tecnológico alcanzado hoy por la humanidad. Ellas se constituían de un modo físico, tangible. En cambio, las redes sociales generadas por internet son escenarios en los que actualmente se pueden constituir tribus sin necesidad de presencia física. Solo se trata de opinar igual, de demostrar los mismos gustos (o “fanatismos”, como se suele decir), las mismas creencias, los mismos sesgos cognitivos (que llevan a visiones parciales o distorsionadas de la realidad). De esa manera se arman muchos chats, grupos, listas de “amigos” y contactos. En parte seleccionados de manera consciente y voluntaria y en buena parte inducida por la manipulación de los algoritmos, que, al rastrear permanentemente nuestras búsquedas y acciones en internet, van sesgando nuestro horizonte. Nos ofrecen comprar lo que parece responder a nuestros gustos (deducidos de búsquedas anteriores) o relacionarnos con quienes piensan como nosotros u odian a las mismas personas o cosas (según comentarios que previamente posteamos).
“Dado que los algoritmos buscan una reacción de la gente, la respuesta más fácil de los programadores fue concentrarse en esta reacción de lucha o huida. Por eso los algoritmos tienden a excitar a sus usuarios una y otra vez”, explica Jaron Lanier, autor de “No somos computadoras” y considerado el padre de la realidad virtual, sobre la cual advierte. “Cuando se estimula la lucha o huida, el resultado es que la gente se centra más y más en su guerra de intereses, afectando su personalidad, volviéndose un poco más paranoica, sectaria y partisana. Y cuando esas reacciones de lucha o huida les suceden a todos en una sociedad, tienen su efecto en la política”, agrega Lernier.
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Este es un resultado poco revisado de los confinamientos. La conversión de las redes sociales en antisociales, el fortalecimiento de la noción de tribus (con frecuencia tribus que se odian mutuamente), la cancelación de todo lo que huela a “ellos”. Y también las peleas internas en las tribus, sobre todo cuando se convive en aislamiento físico, por la falta del oxígeno emocional, afectivo y espiritual tan necesario para la vida, el que solo puede tomarse de la relación, del diálogo y de la convivencia con el otro, el diferente, el prójimo.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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