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SERGIO SINAY (*)
Hasta que llegó el coronavirus con las cuarentenas y confinamientos, se cernían de un modo silencioso sobre el mundo del trabajo. A partir del momento en que el Covid-19 cubrió el planeta como una mancha muchos empleos y puestos de trabajo desaparecieron, otros se modificaron y la “nueva normalidad” (sea lo que fuere que esta signifique) multiplicó los interrogantes y los hizo audibles. Para explorar posibles respuestas hay que partir de una premisa. Trabajar es una necesidad humana. No solo por una cuestión económica, la más evidente pero no la más profunda, sino porque los seres humanos somos criaturas transformadoras por naturaleza. Llegamos a la vida para devolver transmutado el mundo que se nos entrega. Cuando en esa labor expresamos principios morales además de habilidades y conocimientos, la transformación deja ese mundo un poco mejor. Y nuestro oficio, profesión o actividad es entonces una fuente de sentido existencial, ayuda a realizarnos, y en ese proceso, a ser servidores de nuestra especie y de todo lo viviente. Aun en el puesto de trabajo menos glamoroso, el menos reconocido, el más opaco un ser humano puede encontrar un acto, un momento que le permita reparar un lugar, una vida, aliviar un sufrimiento, alimentar una esperanza. En fin, hacer que, al final del día, por esa mínima acción, el mundo esté un poquito mejor que al comienzo de la jornada. Tal es el caso de un colectivero que detiene el vehículo junto al cordón, el médico que mira a los ojos a un paciente y le pone la mano en el hombro en lugar de observar solo la computadora, el obrero, la empleada o el oficinista que coopera con un o una colega en algo en que la otra persona se trabó, el empleado público (o empleada) que le soluciona el problema a uno, tan solo a uno, de las decenas de usuarios o contribuyentes que acuden a su oficina o su mostrador, etcétera, etcétera.
Cada persona puede encontrar en su actividad una acción, una actitud, que mejore el mundo. Acaso baste con preguntarse en la mañana, al despertar, cuál es el modo en el que, a través de su tarea, uno se propone hacer ese aporte. Y preguntarse nuevamente, en la noche, de qué manera su actividad dejó el mundo mejor durante ese día. No se trata de un imposible, basta con probar.
El 10 de junio de 1930 el célebre economista británico John Maynard Keynes (1883-1946) dictó en Madrid una conferencia que en su momento se consideró profética. Se titulaba “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”, y en ella advertía que la posibilidad de la vida sin trabajo era inconcebible y constituiría todo un reto para la humanidad. Imaginaba que un mundo así estaría sumido en la depresión y la adicción a las drogas y el alcohol. Es que trabajar, más allá de ganarse la vida, significa poner en el mundo los dones de los que cada persona está dotada, expresar valores, desarrollar habilidades sociales, experimentar virtudes como la cooperación y la empatía, dejar huella, a través de lo realizado, del propio paso por la vida.
El acelerado y también desmesurado desarrollo de la tecnología a partir de revolución digital estallada a fines del siglo veinte ya había puesto signos de pregunta sobre el futuro del trabajo. Los tecnoeufóricos (fanáticos de los adelantos y negadores de toda contraindicación) anunciaban un futuro en el que robots y múltiples formas de inteligencia artificial remplazarían a los humanos en todo tipo de tareas y les permitirían gozar de más tiempo para el disfrute y la vida personal. Los tecnoescépticos (duros críticos del progreso basado en cuestiones técnicas y olvidado de guías morales) prevenían sobre la proximidad de un mundo con mayores desigualdades, en el que la tecnología contribuiría a la mayor riqueza de quienes ya eran ricos y dejaría legiones de desplazados y desocupados. Ante este panorama Eryk Brynjolfsson, experto en tecnología, comercio digital y productividad, profesor de Tecnologías de la Información en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), advirtió que “cada vez que la tecnología desplazó al trabajo humano, el ser humano supo reinventarse, pero lo que está ocurriendo hoy es que la innovación y la destrucción del trabajo va mucho más rápido que la creación de trabajos nuevos”.
En su libro “El mundo sin trabajo” (que contó con la colaboración del gran pensador polaco Zygmunt Bauman, fallecido en 2017) el italiano Rudy Gutti, músico, director de cine y antropólogo, recuerda que, en los años 30, Henry Ford con su fábrica de autos era la nave insignia de la innovación digital, la cual significaba por un lado repetición, rutina, subordinación a la máquina (Charles Chaplin da cuenta de ello en la memorable “Tiempos Modernos”), pero al mismo tiempo ofrecía como aspecto positivo “estabilidad y algún tipo de adquisición del derecho de la propiedad sobre nuestro puesto de trabajo. Había una dependencia recíproca y mutua entre los capitalistas por un lado y los trabajadores por el otro”.
Esa interdependencia parece haber desaparecido hoy de manera acelerada a partir del nuevo escenario laboral planteado desde la pandemia en adelante. Por una parte, el home-office, o teletrabajo, convirtió muchos espacios laborales en salones desérticos y, un serio problema que se les presenta a muchas empresas y a los líderes de sus equipos es cómo convencer a su personal de regresar a las oficinas, estudios o talleres. Por otra parte, numerosos puestos de trabajo desaparecieron, tragados por la crisis económica, el cierre de empresas y negocios, el aborto de proyectos. El desempleo y la changa ensombrecen el mundo del trabajo y la velocidad desenfrenada de la innovación tecnológica (a menudo caprichosa, innecesaria y solo fogoneada por la ansiedad de “no quedarse atrás”, aunque no se sepa hacia dónde es la carrera) hacen que mucha de esa mano de obra desocupada, y disponible, no tenga tiempo (ni posibilidades económicas) de ponerse al día con los conocimientos necesarios para sumarse a la corrida.
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Mientras por un lado se producen tires y aflojes entre quienes propugnan presencialidad 100% en los trabajos, independientemente de la utilidad de esta, y quienes abogan por la flexibilidad o la hibridez (nueva muletilla de moda en el ambiente del management), lo cierto es que aquella estabilidad fordiana desapareció. Si, en el caso puntual de nuestro país, se suma la larga y penosa historia de malas andanzas políticas y económicas una de cuyas consecuencias es que la cultura del trabajo se haya esfumado un par de generaciones atrás, el futuro es una incógnita. Y mientras esta perdure, aquella agorera semblanza de Kynes acerca de lo que podría ser una vida sin trabajo sobrevolará el paisaje cotidiano. El gran tema para discutir no es si el trabajo será presencial, a distancia o híbrido. La cuestión es de qué manera en el futuro próximo el trabajo podrá ser aquello para lo cual forma parte de la vida humana: una fuente de realización, de sentido y de trascendencia. La respuesta excede largamente la coyuntura, las crisis económicas y los optimismos tecnológicos.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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