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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
El Museo Británico, con sede en Londres, uno de los más antiguos del mundo y poseedor de una impresionante colección arqueológica, antropológica y artística que testimonia de un modo apasionante la historia de la Humanidad, acaba de dar una muestra de hasta dónde el “pensamiento correcto” puede anular el raciocinio y darle la razón a Albert Einstein cuando el científico más importante de la modernidad, y acaso el más sabio, decía que quizás el universo tenga límites, pero la estupidez no. En efecto, el Museo lanzó una iniciativa para dejar de llamar momias a las momias y designarlas como “restos momificados”, para no ofender a estos cadáveres centenarios y milenarios con “reminiscencias colonialistas”. Al parecer, y por fortuna, la idea no cuajó entre arqueólogos y egiptólogos de todo el mundo y, por ahora, quedó solo en el intento. Pero evidenció hasta qué punto peligroso para la evolución de la conciencia se extendió el “correctismo” que ya opera en la política, el arte, la educación, el deporte y hasta en el habla, área en la cual se refleja en el lenguaje “inclusivo” (que en la práctica es excluyente y expulsivo, además de empobrecedor del idioma y entorpecedor de la comunicación).
Este tipo de pensamiento, del cual nacieron eufemismos como “afroamericano” para no decir negro, “pueblos originarios” para remplazar a indígenas, “tercera edad” para nombrar a la vejez, “distribución de la riqueza” para aludir a la apropiación por parte de una minoría de la riqueza producida por la mayoría, calificar de “no videntes” a las personas ciegas, y de “colaboración” a la limosna, y así casi hasta el infinito, es, en el fondo, un pensamiento manipulador y evasivo, que, bajo su apariencia democratizante, crea sesgos, huye del debate e intenta forzar alineamientos ideológicos bajo la amenaza de la cancelación, el silenciamiento y la exclusión. Todo en nombre de supuestas libertades. ¿Si la palabra “blanco” no es ofensiva, por qué lo sería “negro”? La ceguera física es una desgracia y prohibir nombrarla como tal no mejora la condición de quien la padece. Indígena significa etimológicamente “originario del lugar” (proviene del latín, cosa que los “correctistas” posiblemente ignoran), de manera que nada hay de ofensivo en el término. Por lo demás, todos los seres humanos somos originarios de algún sitio del planeta y designar con esa fórmula lingüística solo a una minoría excluye a todos los demás (curiosamente lo hace en nombre de la “inclusión”).
El escritor, ensayista, profesor de filosofía e incluso esgrimista bielorruso Vladimir Volkoff (1932-2005), ganador del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa de las Letras en 1982, fue pionero en la denuncia del pensamiento “políticamente correcto”. Es célebre en ese aspecto su entrevista con el periodista francés Marc Vittelio, en la que afirmó que “nadie ha inventado lo políticamente correcto: nace como consecuencia de la decadencia del espíritu crítico de la identidad colectiva, ya sea esta social, nacional, religiosa o étnica”. Volkoff advierte que el fenómeno parte de intelectuales imaginariamente “progresistas”, se propaga a los medios, de pronto invadidos por los modismos de ese pensamiento, y luego se naturaliza inconscientemente en el habla de todo tipo de personas. “Lo políticamente correcto es supranacional, como todas las enfermedades”, afirma el pensador. “Si estamos en condiciones de afirmar que nació en determinadas universidades americanas, no es menos cierto que se expandió rápidamente por todo el mundo”.
El pensamiento “correcto” es autoritario y utiliza la ofensa como extorsión ante quien lo cuestione, como muy bien explica la escritora, cineasta y profesora de ciencias políticas francesa Caroline Fourest. En su libro “Generación ofendida” reflexiona sobre este tema y narra de qué manera, siendo ella activista gay, recibió agresiones e insultos de militantes feministas y “correctistas” fundamentalistas toda vez que, en su actividad, en sus escritos y en sus conferencias, propuso debates amplios y una apertura al diálogo entre quienes piensan diferente. Las minorías que se apropian del pensamiento y el lenguaje “correctos” son intolerantes, pretenden cambiar la realidad desde la imposición, rehuyen a confrontar argumentos y ponen sus intereses (de género, ideológicos, de raza, de religión) por encima de los del conjunto de la sociedad. Crean así, siempre en nombre de libertades y derechos absolutistas, nuevas supremacías. No solo se terminan evidenciando como portadoras de un pensamiento que antes que correcto es cobarde, sino que sus conductas son iguales (o aun peores) que aquellas a las que aducen combatir. Y las redes sociales, aun cuando no sean la causa originaria de este fenómeno, han contribuido notoriamente a su expansión, dado que, a través de la viralización y el anonimato, fogonean a quienes buscan imponer sin debatir.
A partir de declararse ofendidos los supremacistas de los diferentes grupos de “pensamiento correcto” se atribuyen el derecho de prohibir y cancelar. Lo hacen generalmente en manada, a través de escraches virtuales o físicos. Jamás acceden a un debate en el que las ideas se expresen con respeto por la disidencia y con espacio y tiempo para la escucha mutua. Así, como señala Fourest, lo que suele plantearse inicialmente como la búsqueda de reconocimiento suele terminar en una simple expresión de resentimiento (esto aflora con frecuencia en las discusiones de género). Se hace uso de la palabra (“correcta”, por supuesto) para mandar a callar a los demás, dice la escritora francesa.
En aquella entrevista con Vittelio, Vladimir Volkoff fue tajante en cuanto qué actitud tomar frente a la epidemia “buenista” y “correctista”. Decía entonces:
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“Es verdad que lo políticamente correcto nos acecha y se presenta siempre con argumentos inocentes y de fácil asimilación. Se trata de rechazar su inocencia y repudiar esa facilidad de asimilación. Es necesario, asimismo, prevenirse contra el mimetismo de hablar como los demás. Repito, aún a riesgo de parecer pesado, el vocabulario políticamente correcto es el principal vehículo de contagio. En cualquier caso, hay que afirmar que lo políticamente correcto es una fe débil y que, como tal, no resiste a una enérgica aplicación del espíritu crítico. No hay que ser sumisos a los sentimientos y opiniones generalizados: el espíritu contradictorio más obtuso vale siempre más que la aceptación liberal del pasto mediático”.
Conviene recordarlo. El “correctismo” abunda en la política, en el arte, en la literatura, en el cine, en las ciencias sociales, en el deporte, en la economía, en el mundo de los negocios (en donde se viste de “Responsabilidad Social Empresaria”), en muchas psicoterapias, en la publicidad, en ciertas ONG, en conversaciones y encuentros sociales, en las redes sociales, en medios escritos y audiovisuales. Crea la ilusión de estar del lado “bueno” de la vida, dispensa de involucrarse en la realidad y actuar para transformarla. Termina, en sus momentos grotescos, por ocuparse de no “ofender” a las momias milenarias mientras, en los hechos, se desentiende de llamar por su nombre a los problemas acusantes de hoy, y de comprometerse en solucionarlos.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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