

El tiempo de vida es breve y quizás no resulte mejor usarla en tratar de no ser quien se es / Pexels
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El tiempo de vida es breve y quizás no resulte mejor usarla en tratar de no ser quien se es / Pexels
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Dice el pensador inglés John Gray en su libro “Filosofía felina” (extraordinaria indagación de la condición humana a partir del análisis de las conductas de los gatos): “El animal humano nunca deja de aspirar a ser algo que no es, con los trágicos y ridículos resultados previsibles”. Y acaso en esta sencilla y contundente definición se encuentre el motivo de buena parte de la insatisfacción, la inquietud, la ansiedad y la angustia existencial que parecen marcas registradas de la época. Como si una masa crítica de personas quisiera vivir en otro tiempo, en otro lugar y ser alguien diferente. Tener otro cuerpo, otro sexo, otra edad, otra profesión o actividad, otra condición social, otra historia personal. Todo lo contrario de lo que proponía el poeta, narrador y dramaturgo irlandés Oscar Wilde (1854-1900), autor de “El retrato de Dorian Gray”, cuando aconsejaba “Ser uno mismo, porque todos los demás ya están ocupados”.
Por larga sea una vida, su tiempo es breve y quizás no resulte el mejor proyecto usarlo en tratar de no ser quien se es. Sobre todo, si no se dedica parte sustancial de ese tiempo a explorar la propia identidad. Para vislumbrar esa esencia única del propio ser, a la que el médico, psicoanalista y pensador suizo Carl Jung (1875-1961) llamó el Sí Mismo, hay que deslindar varias capas que lo ocultan y contienen. La primera, de acuerdo con el propio Jung, es el Ego, o personalidad. El “traje” psíquico conque nos presentamos en el mundo ante los otros. Es imposible carecer de Ego, del mismo modo en que no se puede salir físicamente desnudo a la calle. Pero conviene no confundirlo con identidad, del mismo modo en que nuestra ropa no es nuestra piel. Construimos nuestra personalidad con aquello por lo que deseamos ser valorados, amados o incluso temidos, y ocultamos lo que negamos, rechazamos y no nos gusta de nosotros. Con estos “desechos” montamos nuestra Sombra. Se trata de un proceso inconsciente, por lo cual a los contenidos de la Sombra solo los vemos, criticamos, odiamos y rechazamos en otros, nunca en nosotros. Ellos funcionan como espejos de nuestra parte oscura.
Reconocer la existencia de la Sombra y de sus contenidos no es tarea fácil y puede resultar dolorosa, pero es también un ejercicio de depuración, de autoconocimiento y de auto actualización. Una vez reconocida, ella y el Ego pueden integrarse en lugar de estar disociados. Esa disociación nos convierte en personajes muy parecidos a Medardo de Terralba, el protagonista de la novela “El vizconde demediado”, del escritor italiano Ítalo Calvino (1923-1985). El tal Medardo había sido partido al medio durante una batalla, quedando sus dos mitades alejadas entre sí y vagando por el mundo. Una, la mala, cometiendo atrocidades y otra, la buena, derramando bonhomía. Ambas, cada una a su manera, vagaban infelices por el hecho de no sentirse completas y carecer, como consecuencia, de una identidad indudable.
Cuando Sombra y Ego pueden integrarse asoma el Yo del individuo. Una representación más verdadera de quien es, en la que resulta posible conocerlo (y le es posible conocerse) en todos sus aspectos. Pero tampoco allí reside la verdad final y absoluta de su ser. Esta se encuentra en el Sí Mismo, suerte de huella digital del espíritu único, inédito, irremplazable e intransferible, que abarca y contiene en cuerpo, alma y psiquis a cada uno de nosotros. El encuentro de y con el Sí Mismo es una revelación. Experimentarla, decía Jung, es un empeño para el cual quizás no alcance el tiempo de una vida, pero haber emprendido la tarea es un modo de comprender el sentido de la propia existencia.
Como se ve, no es tan simple desertar de la propia identidad, sobre todo cuando se la desconoce y creemos ser lo que otros ven o piensan de nosotros, o nos confundimos con el traje con el que salimos al mundo. Autopercibirse, ese ejercicio que de pronto cobró notable vigencia y difusión en este tiempo, es una manera de imaginarse siendo otro sin haber respondido antes a la pregunta acerca de quién es uno siendo el que es. A medida que una persona avanza por el complejo camino de la vida que lleva al Sí Mismo (o sea, repitámoslo, a la verdad final de su ser) se siente más enraizada en su singularidad, menos ajena en su identidad y menos necesitada de ser otro, ese otro que no es y que no será. La certeza de la identidad se completa y consagra en el vínculo con los otros. Más profundo, más cierto y más confirmatorio es tal vínculo en la medida en que más afianzada está una persona en su propia identidad. De lo contrario, la confusión o la distorsión acerca de esa identidad también inciden en las relaciones interpersonales. El filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1923-2005) lo explicaba de esta manera: “Uno no se equivoca sobre sí mismo sin engañarse respecto de los otros y de la relación que tenemos con ellos”. También el pensador lituano Emanuel Lévinas (1906-1995), cuya obra profundiza en los aspectos éticos y morales de la presencia del otro en nuestras vidas, aludía a esto al decir que “los seres existen en relación, pero a partir de sí y no a partir de la totalidad”. Esto significa que, si bien los vínculos nos constituyen, es a partir de la integridad de nuestra identidad, aceptando quienes somos, como los construimos.
Cambiar, no ser quien se es, abandonar o trastocar el propio cuerpo, abdicar del origen, buscar la felicidad en otra identidad, es una muy extendida forma de alienación en nuestra época. La alienación es precisamente el fenómeno psicológico por el cual alguien se siente ajeno a sí mismo, extraño en su propio ser, tanto físico como psíquico, como si se observara desde afuera sin reconocer a quien ve. La cuestión es que no podemos ver el mundo y acceder a él si no es desde nosotros mismos, y al desconocernos perdemos ese punto esencial de observación y toda la percepción de la realidad se desconfigura. Quizás de una manera silenciosa, no tangible, y para la cual no hay vacunas, esta sea una pandemia verdaderamente aciaga de la época. Ni las cirugías que transforman cuerpos y rostros, ni los psicofármacos que adormecen las mentes y anestesian las almas, ni el narcisismo que lleva a creer que uno es quien se propone ser y no quien es, ni la negación de la realidad biológica, ni la pretensión de volver atrás el tiempo para ser eternamente joven, o de vencerlo para ser inmortal, pueden calmar finalmente la angustia, el malestar existencial, que proviene de vivir fugándose de uno mismo sin haberse conocido de verdad. Como decía John Gray, citado en el comienzo de este texto, el trágico resultado de aspirar a ser lo que no se es.
Poeta y novelista, mentora de grandes escritores del siglo veinte, célebre coleccionista de arte, feroz crítica literaria, la estadounidense Gertrude Stein (1874-1946) emitió alguna vez esta bella y definitiva sentencia: “Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa”. Es eso, siempre eso, y nada más y nada menos que eso. Jamás se propone ser otra cosa. Porque es una rosa.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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