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Ezequiel Fernández Moores
Jueves por la tarde en una Bombonera vacía. La televisión pública de Alemania (ARD) está en La Boca porque inicia la investigación de una serie de seis capítulos sobre los clásicos más atractivos del fútbol mundial. El primero será Boca-River, River-Boca. El Superclásico (sabemos que si el fútbol es una exageración en sí misma, el clásico y los argentinos también lo somos, y que entonces decimos Superclásico). El Superclásico, decíamos, se juega hoy en el Monumental, es cierto. Pero el estadio de River, por lejos, el mejor de la Argentina, es hoy un estadio global, que acaso podríamos ver en Alemania, Italia o España. La Bombonera no. Los colegas alemanes me dicen que es un estadio único. Y que por eso también quieren filmar también allí su capítulo del Superclásico.
Preguntan, claro, sobre la rivalidad. Y les interesa la noche del gas pimienta en la Bombonera, del micro atacado en el Monumental, de la final en el Bernabéu. El Superclásico casi como una trinchera sobre ciertas convenciones del fútbol moderno. Un primitivismo que, podemos aceptarlo, puede tener algo de atractivo en estos tiempos de modernidad acelerada, de cambios que ni siquiera tienen algún destino preciso. Cambiar por cambiar. Cambiar porque el vecino cambia. Y porque si no cambio se queda afuera. Y allí está el Superclásico de nuestra Liga de veintiocho equipos, sin hinchas visitantes y que suele cambiar reglamentos en plena competencia. El Superclásico del fútbol pura pasión, que exhibe a más de cinco millones de personas que se adueñan de las calles para festejar un Mundial, sin que haya siquiera un incidente de violencia.
Es cierto que, desde hace tiempo, el espectáculo de nuestra Liga se mudó del campo a las tribunas. Porque dentro del campo se lucha más que se juega, porque hay miedo a perder y porque los mejores se van a Europa cada vez más rápido. Y porque, aun sin hinchas visitantes, los barras siguen allí. Matándose en el nuevo reinicio del Ascenso, tirando botellazos. Y con luchas internas que, por ejemplo, obligan a una vigilancia atenta de 1500 policías para el Superclásico de hoy en el Monumental. Y si los alemanes miran el Superclásico, a los porteños nos atrae el duelo de Rosario, Newell’s-Central, donde todo parece aún más atrasado, con una rivalidad que niega y hasta mata al vecino y con barras que no pueden escaparle a la violencia narco de Los Monos.
Es cierto también que el fútbol es mucho más que un mero juego. Que hay identidades, pertenencias, negocios y casi la vida misma dentro de una cancha. Y que todo eso suele atraernos porque da fuerza a muchas narrativas. Pero el fútbol es, esencialmente, ese partido que juegan once contra once, que deben asociarse para pasarle la pelota, para recuperarla y (como también se trata de un juego) para saber que hay momentos en los que esa dinámica de lo impensado puede dejar espacio al riesgo. Y el riesgo a la creación. A la sorpresa. A ratificar por qué, pese a todo, la pelota nos sigue fascinando.
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