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Gustavo Marangoni
Se cumplen cincuenta años de la muerte de Juan Domingo Perón. Fue también a los cincuenta años de edad que se consagró como un líder popular. Un 17 de octubre de 1945, el todavía coronel entraba en el medio siglo de vida fijando una bisagra en su biografía y en la historia argentina. Todo cambió desde entonces. Claro que esa percepción fue cincuenta y cincuenta. Para una mitad del país fue una transformación positiva, la consagración de “los días más felices”: mejores salarios, derechos, respeto y participación en el poder. Para la otra mitad una auténtica pesadilla, un carnaval demagógico que alteraba su noción de libertad y de república con rituales de obscenas proporciones.
Cincuenta y cincuenta también fue para el peronismo el ideal de igualdad para dividir la riqueza entre el capital y el trabajo, en tanto que para sus detractores esa fórmula encerraba un estímulo a la “insolencia de la plebe”. Combatiendo al capital fue marcha y contramarcha: la más maravillosa música a la que unos abrieron sus oídos y a que el resto hizo oídos sordos.
En contra de los deseos imaginarios del antiperonismo, el derrocamiento del “tirano prófugo” y su proscripción absoluta en los términos del decreto 4161 no solucionó el problema. Por el contrario, acentuó su presencia constituyéndolo en una verdadera obstinación política de notable resiliencia. En su exilio el apellido prohibido se constituyó en un significante polisémico: cada cual armó su propio Perón con la anuencia y el guiño cómplice del exiliado en Puerta de Hierro. La flexibilidad doctrinaria permitía adoptar las máscaras más disimiles para perseverar y enfrentar las proscripciones.
Con los años el bloque anti se dividió y aparecieron los que se autopercibían como “no peronistas” aceptando, con más resignación que entusiasmo, la necesidad de convivencia y negociación. Estos se entendieron mejor con los neo-peronistas, aquellos que buscaban ampliar los márgenes de autonomía aprovechando la distancia del conductor para acatar sus directivas sin necesariamente obedecerlas. La construcción del mito contribuyó a alimentar la imagen de un estratega infalible, omnipresente y omnisapiente. No fue así. El éxito del operativo retorno alimentó la narrativa de la mente brillante que en todo momento supo que hacer manipulando a propios y extraños en post de un objetivo claro desde el principio. Pero muchas veces los acontecimientos condujeron al conductor. El león herbívoro que regresó del largo exilio cumplió un sueño y no evitó la pesadilla. Para muchos “el viejo” fue la mejor versión de todas las conocidas. Para respaldar la afirmación exhiben la foto del abrazo con Balbín. Para otros la preocupación por resolver las viejas antinomias le restó capacidad para comprender las nuevas.
En su ausencia el país cambió sin pedirle permiso. Inmediatamente después de su muerte se entreabrieron las puertas del Estado a los demonios, facilitados en su tarea por la única heredera y su tenebroso aprendiz de brujo.
Luego del derrocamiento de la viuda, la maldad sin límites se hizo carne y ensayó la más violenta pedagogía de la historia nacional, procurando que los argentinos, entre otras cosas, desaprendieran las lecciones de Perón.
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Luego de la noche más oscura, las urnas volvieron para terminar con el invicto electoral del PJ que no pudo replicar la leyenda del Cid Campeador: “el General” no pudo ganar muerto su última batalla. Pero contrariando a quienes volvían a apostar a la desaparición de su legado y la desarticulación del movimiento, su sombra alumbró un nuevo Facundo que devolvió el gobierno a una nueva versión justicialista que no tendría dificultades en encontrar su justificación citando los fragmentos más convenientes de un historial prolífico en matices y contradicciones.
Así surgió una década de economía popular de mercado, adaptación pragmática a los avatares del fin de la historia que se predicaba entonces. Con el socialismo real se derrumbaba también el estatismo. Algunos quisieron creer entonces -y reeditan hoy ese deseo- que la larga agonía de la Argentina peronista llegaba a su fin. Pero ya sea como hecho maldito del país burgués o como hecho burgués del país maldito el muerto tuvo la buena salud necesaria para superar los 90 y reencarnarse con en el siglo XXI en un formato progresista, acorde con la ola rosa que cubrió por una larga década al país y la región. Los años y las gestiones fueron destiñendo el color hasta confundirlo en la confusión y la derrota.
Cincuenta años después de su muerte el principio que Juan Perón enarbolara en vida, la justicia social, es ahora impugnado de manera frontal como un robo y una práctica esencialmente injusta. Para la llamada batalla cultural que el actual presidente encara, se manifiesta más relevante derrotar en los hechos la noción de la distribución del ingreso que imponerse al progresismo conceptual de la agenda de género y el cambio climático. Quizás se reitere el error de pretender resetear la memoria política y económica argentina para retrotraerla a una edad de oro previa al momento en que la Argentina se jodió”. ¿Cuánto tardará esta vez el justicialismo en hacer evolucionar su visión de la justicia social? En la respuesta a esta pregunta se juega mucho más el homenaje al líder que en las liturgias y recordatorios de ocasión.
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La preocupación por las viejas antinomias le restó capacidad para comprender las nuevas
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