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La guerra de la zanahoria: por qué cuesta tanto que los pequeños ingieran frutas, legumbres y verduras
Hay niños que prefieren no comer nada antes que comer brócoli / Freepik
No importa si es en una casa de barrio, un departamento en el centro o una mesa de guardería: la escena se repite en todos los rincones del país. Un plato con brócoli al vapor, una cucharada de puré de zapallo o un guisito con lentejas se enfría frente a la mirada desconfiada de un chico que aprieta los labios y sacude la cabeza. En la otra punta de la mesa, una madre o un padre despliega su arsenal: “¡Solo probalo!”, “Es riquísimo”, “Comelo que hace bien”, “Si no te lo comés no hay postre”. Y la batalla, que muchas veces termina en tregua, se reanuda al día siguiente con una verdura distinta y la misma resistencia.
En Argentina, como en tantos otros países, lograr que niños y niñas incorporen desde temprano el consumo regular de frutas, legumbres y vegetales es una tarea desafiante. Las causas son múltiples y van desde factores biológicos y evolutivos hasta patrones culturales y estrategias de marketing que privilegian otros productos, generalmente ultraprocesados, coloridos y cargados de azúcar o sal.
El consumo masivo de hamburguesas puede ser una oportunidad para sumar tomate y lechuga al sándwich / Freepik
Los nutricionistas advierten que, aunque la alimentación saludable debería empezar desde los primeros años de vida, la realidad es que muchas veces estos alimentos “compiten en desventaja” con productos que están diseñados industrialmente para ser más atractivos al paladar infantil. El dulzor, la textura suave, el color brillante y la presentación amigable hacen que una galletita rellena o una barrita de cereal se impongan sobre una ensalada de remolacha o un bowl de garbanzos.
Pero no se trata sólo de marketing. Los especialistas explican que el rechazo inicial a ciertos alimentos vegetales puede tener raíces biológicas: “Desde el punto de vista evolutivo, los seres humanos estamos programados para desconfiar de sabores amargos o ácidos, que en la naturaleza pueden estar asociados a alimentos tóxicos”, comentan los dietistas. Por eso no es extraño que un nene frunza la nariz ante una hoja de rúcula o escupa una cucharada de repollo fermentado. Además, la textura de muchas verduras —fibrosas, húmedas, resbaladizas— puede resultar extraña o desagradable para algunos chicos, que recién están aprendiendo a explorar el mundo con todos sus sentidos.
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La textura de muchas verduras puede resultar extraña o desagradable
Los médicos clínicos remarcan que la exposición repetida y sin presiones suele ser una de las estrategias más eficaces. “Un niño puede necesitar probar entre 8 y 15 veces un alimento nuevo para que empiece a aceptarlo. Pero si desde la primera vez se lo obliga o se lo castiga, es probable que genere un rechazo duradero”, explican. Por eso, muchos padres y madres se las ingenian para camuflar, disfrazar o embellecer los ingredientes menos deseados. Hay quienes rallan zapallitos y los mezclan con queso para hacer croquetas, quienes transforman una sopa de verduras en una “poción mágica”, quienes incorporan puré de calabaza en una masa de ñoquis o quienes licúan espinaca en los panqueques de desayuno.
Las redes sociales están llenas de tutoriales de cocina creativa para “hacer que los chicos coman verdura sin darse cuenta”, pero los nutricionistas sugieren que, además de estas tácticas, es importante que los niños vean, toquen y conozcan los alimentos tal como son. “Si un nene crece comiendo siempre la verdura escondida, después no la va a reconocer, no va a saber prepararla ni va a saber que le hace bien. La clave es familiarizarlos con estos productos, naturalizar su presencia en la mesa cotidiana”.
Lograr que incorporen el consumo regular de vegetales es una tarea desafiante
Hay algo más que se juega en esta cuestión: el vínculo emocional con la comida. Comer en familia, sin pantallas, con tiempo, puede hacer una diferencia significativa. “La mesa no debería ser un campo de batalla, sino un espacio de encuentro”, coinciden los profesionales. Cuando el adulto da el ejemplo y se muestra abierto a probar nuevos sabores, los chicos suelen imitar esa actitud. Y cuando el momento de la comida está cargado de ansiedad o tensión, se puede volver un escenario de rechazo o de pelea.
La presión del tiempo también juega su papel. Padres y madres que trabajan todo el día, que llegan a casa agotados o que se enfrentan al dilema de cocinar o resolver la cena en cinco minutos con algo “que les guste a los chicos”. En ese contexto, muchas veces las frutas y verduras quedan relegadas, no por falta de voluntad, sino por la lógica del día a día.
Sin embargo, en muchos hogares argentinos, el esfuerzo por mantener una alimentación balanceada persiste. Se arman ferias de frutas en las escuelas, se cultivan tomates cherry en balcones, se cocinan juntos los fines de semana, se celebran los colores del plato como si fueran parte de un juego. No es magia ni milagro, pero sí constancia y creatividad. Y quizás, entre tantas estrategias, haya que recuperar también el valor de la paciencia: confiar en que, como las plantas, los hábitos también necesitan tiempo para crecer.
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