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Ocho décadas después del saqueo del Tercer Reich, un cuadro del siglo XVII que pertenecía a un marchand judío de Amsterdam apareció en un chalet puesto en venta por descendientes del “mago de las finanzas de Hitler”
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La escena podría pertenecer a una novela policial: un chalet junto al mar, un cuadro de marco dorado colgado sobre un antiguo sillón y un secreto que permaneció agazapado durante más de ocho décadas. Pero la historia es real. La pintura, atribuida al italiano Vittore Ghislandi —también conocido como Fra Galgario—, fue robada durante la ocupación nazi en Amsterdam y terminó, por esos vericuetos oscuros de la posguerra, en una vivienda de Parque Luro, un barrio residencial de Mar del Plata. Su dueño: Friedrich Gustav Kadgien, “el mago de las finanzas” de Hitler, uno de los miembros de la élite del Tercer Reich.
El hallazgo no ocurrió gracias a un operativo cinematográfico, sino por una casualidad doméstica. Una de las hijas de Kadgien decidió vender la propiedad familiar y la inmobiliaria encargada de la operación publicó en internet una serie de fotos del interior. Allí, en medio de sillones de estilo clásico, sobresalía un retrato femenino que no tardó en despertar la atención de investigadores europeos.
No se trataba de un cuadro cualquiera: era el Retrato de una dama, pintado a finales del XVII y parte de la colección que perteneció al marchante Jacques Goudstikker, uno de los tantos judíos despojados por el régimen nazi antes de terminar en una cámara de gas.
Especialistas en patrimonio neerlandés confirmaron que las medidas de la obra coinciden con los registros oficiales y que todo apunta a que se trata de la original. El hecho de que permaneciera oculta durante tanto tiempo en manos de una familia ligada al nazismo no sorprendió a los historiadores: el saqueo sistemático de arte fue una política deliberada del Reich, no sólo para enriquecer a sus jerarcas, sino también para borrar huellas culturales de los pueblos que sometieron.
La heredera de la colección, Marie von Saher, nuera de Goudstikker, ya inició los trámites para reclamar la pieza. El episodio vuelve a encender un debate que persiste desde hace décadas: ¿cuántas obras aún permanecen escondidas en colecciones privadas, a salvo de la justicia y de la restitución?
¿Pero quién era este Kadgien que logró amasar fortuna y poder entre los pliegues del nazismo? Los archivos y el testimonio de investigadores lo describen como un operador financiero hábil y despiadado. Miembro de las SS desde mediados de los años treinta, tejió vínculos estrechos con Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe y uno de los principales beneficiarios del expolio cultural. Su talento para mover capitales lo convirtió en un engranaje clave en la maquinaria de guerra alemana.
Tras la derrota del Tercer Reich, su nombre figuró entre los más buscados por los aliados. Sin embargo, como muchos otros jerarcas, supo escabullirse gracias a una red de contactos, documentos falsos y la complicidad de gobiernos interesados en aprovechar su conocimiento y su dinero.
Kadgien se refugió primero en Suiza, donde perfeccionó maniobras de lavado a través de la empresa Imhauka, con la que llegó a manejar miles de millones de marcos. Luego se trasladó a América del Sur, donde desplegó un emporio que incluyó inversiones en Brasil y la Argentina.
En nuestro país se asentó en 1944. Siete años más tarde fundó la sede porteña de su compañía financiera en el edificio Safico, un ícono de la city. Se instaló con su familia en Vicente López, en una mansión sobre la calle Gaspar Campos, y poco después adquirió tierras en Mechongué, cerca de Miramar, donde poseía una estancia de once mil hectáreas con salida al mar.
No fueron sus únicos negocios. También actuó como intermediario entre firmas alemanas —como Siemens— y el gobierno de Juan Domingo Perón, y supo codearse con sectores del poder económico local.
El documental El rastro de la serpiente, de la cadena alemana DW, cuenta que su grupo había invertido en Brasil en una propiedad equivalente al tamaño de Berlín. Y también que incursionó en la venta de armas al Estado brasileño.
Kadgien murió en Buenos Aires en 1978 y fue enterrado en el cementerio alemán de la Chacarita. Para entonces, ya había consolidado un linaje de herederos que conservaron bienes, propiedades y —como ahora se descubre— también reliquias manchadas de sangre.
La aparición del Retrato de una dama en Mar del Plata no es sólo un hallazgo artístico. Es una pieza que desnuda, con elocuencia, las rutas que siguieron los bienes saqueados por el nazismo y la forma en que se blanquearon fortunas ilícitas a lo largo del siglo XX. Es una pieza que desnuda, con elocuencia, las rutas que siguieron los bienes saqueados por el nazismo, y en recordatorio de que los fantasmas del pasado no siempre permanecen enterrados.
Abel Basti, investigador argentino especializado en la huida de jerarcas nazis al Cono Sur, describe a Kadgien como “un peso pesado de verdad, parte de la trama financiera de posguerra que contó con la complicidad de sectores estadounidenses y europeos”. En otras palabras: un engranaje que jamás fue perseguido con la vehemencia con la que se buscó a otros criminales.
El caso ha despertado enorme interés en Europa. Para los descendientes de las víctimas, cada restitución significa una reparación, aunque simbólica, frente a lo que fue una política sistemática de despojo. La Agencia Neerlandesa del Patrimonio Cultural ya anunció que solicitará estudios sobre el lienzo y espera que, en caso de confirmarse su autenticidad, sea restituido a los herederos legales.
Mientras tanto, en la costa atlántica argentina, la mansión donde estuvo colgado el cuadro ya no se ofrece en los sitios de bienes raíces. La inmobiliaria que lo publicitaba retiró las fotos y declinó hacer comentarios.
Pero el eco de aquella imagen persiste: un retrato olvidado que, desde la penumbra de un salón marplatense, reabre viejas heridas y recuerda que el expolio nazi no fue solo un capítulo de guerra, sino una herencia que todavía late en los pliegues de la historia.
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