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Pedro Garay
pgaray@eldia.com
La primera vez que vi “La vendedora de fósforos” fue en el cierre del Festifreak, en octubre del año pasado: a pesar de ser el filme de clausura, la sala estaba medio vacía, mientras afuera el país marchaba, pidiendo, como ocurre cíclicamente en este trasnochado país, explicaciones, razones a la sinrazón.
La situación generó sentimientos encontrados en varios de nosotros, incluida la actriz protagonista, María Villar, que presentó el filme pidiendo perdón: ¿había que estar adentro o afuera? ¿Hay adentro, hay afuera, realmente? Curiosamente, como en espejo, la cinta de Alejo Moguillansky, que se muestra en la Lugones y el Malba este mes, se plantearía las mismas preguntas, partiendo del documental y “contaminando” esa realidad de ficción (y esa ficción de realidad): el punto de partida es la puesta en el Colón de la ópera vanguardista “La vendedora de fósforos”, del alemán Helmut Lachenmann, un artista que sueña con provocar.
Pero Helmut, el músico concreto, revelará luego, mientras está atrapado en un departamento con la pianista Margarita Fernández (interpretada por Margarita Fernández) que su compositor favorito no es otro que Ennio Morricone. El compositor alemán está en ese departamento porque un paro de transportes pone en jaque al país, mientras una disputa gremial entre la orquesta y el teatro público pone en jaque la obra.
Es la película más explícitamente política del director, aunque la política siempre estuvo presente en sus elecciones estéticas. A esas tensiones que evidencian el divorcio de las vanguardias artística y política se suman otras, ya habituales en el trabajo de Moguillansky, pero que refieren a esa tensión más amplia, primigenia e innominable de la vida moderna: las penurias del artista trabajador que viven los personajes de Walter Jakob y Villar, sus obligaciones frente a su deseo creativo, ponen en escena la propia creación del filme a la vez que exploran las ansiedades que el director subraya desde “Castro”, la asfixia de lo material. Ante esa invasión de lo concreto, Jakob y Villar dejan a su hija con Fernández, mirando “Al azar de Baltasar”, de Robert Bresson, convertida en la vendedora de fósforos que mira sueños iluminados de libertad, de felicidad, de arte puro.
Horizonte posible o descorazonante utopía: Moguillansky tampoco resuelve esa tensión. Solo la expone, expone esas profundas contradicciones, y luego las deja en suspenso: lejos de los panfletos, elige colocarse al lado de sus criaturas, empatizar con aquellos que están atravesados por esas contradicciones sin resolución, dotando a la narración de la habitual ligereza de su cine: porque “el humor es un modo de proceder que funciona casi como un sistema de defensa ante cierto terror a la idea de un cine solemne”, dice, en otra idea política. (**** MUY BUENA)
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