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Vacas, cerdos, roedores y especies exóticas conviven con humanos, perros y gatos. Especialistas y activistas por los derechos de los animales hablan de este cambio de paradigma, los riesgos del “mascotismo” y la necesidad de revisar palabras arraigadas, como “dueño”. El impacto en los hábitos alimentarios
Fernando Pieroni se transformó en activista por los derechos de los animales después de viajar al festival de Yulín
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
Cada solsticio de verano, y durante diez días, miles de perros son torturados, colgados y despellejados vivos en el festival de Yulin, en el sur de China. Semejante sadismo obedece a la creencia de que cuánto más sufra el animal, más sabrosa y beneficiosa para la salud será su carne, con la que cocinan un guiso que se sirve en los restaurantes locales.
Si bien esto pasa desde hace años, el repudio se volvió mundial luego de que las escalofriantes imágenes se viralizaron a través de las redes. Millones de personas firmaron peticiones para cancelar el festival. Las celebridades más destacadas de Hollywood lanzaron una campaña en su contra. Entonces, ¿por qué no causa estupor que el consumo humano demande la muerte de 3.000 animales por segundo en todo el mundo?
Probablemente sea porque convivimos con perros, les ponemos un nombre, los vestimos, cuidamos y sabemos cuándo cumplen años, o, por lo menos, cuántos tienen. Establecemos un vínculo afectivo que no tenemos con una vaca, una oveja o un cerdo; aunque esto, muy de a poco, está empezando a cambiar. ¿Es por la tendencia al vegetarianismo y veganismo? ¿O esa nueva mirada nos impulsa a revisar nuestros hábitos alimentarios y de consumo?
El cordobés Facundo Aguilera (22) tiene una vaca que se llama Clota y es furor en Tik Tok (@facuaguilera_ok), donde acumula casi 900 mil seguidores. En un video que tuvo más de un millón de visitas se lo ve llegando a su casa de General Belgrano, donde Clota corre a su encuentro y se retuerce como si fuera un perro que pesa 600 kilos. Facundo y su papá la encontraron hace 12 años en la zona del Dique Los Molinos, cuando tenía más o menos un mes de vida y se había caído de las sierras. Hoy vive en un campo de 4 hectáreas, con otra vaca, caballos y una oveja. La estrecha relación con Clota hizo que Facundo dejara de consumir carne de vaca, aunque sigue comiendo de otros animales. Por ahora.
Otro animal que es estrella de esa red social es Vilma, una cabra que comparte espacio con cuatro perros (uno de ellos se llama Vaca y pelean todo el tiempo) y tres gatos, en una casa de la ciudad de Neuquén. Uno de sus videos tuvo más de 4 millones de reproducciones.
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“Estas historias ayudan porque muestran que esos animales son como perros o gatos, la diferencia es que no convivimos con ellos. Yo conviví con dos toros y cada vez que me ven vienen corriendo a saludarme”, dice Fernando Pieroni, que se transformó en un reconocido activista por los derechos de los animales después de viajar al festival de Yulín.
“Me agarró tanto odio que quería matar a todos los chinos que estaban ahí, hasta que entendí que es cultural y que nosotros hacemos lo mismo”. De vuelta en Argentina, recorrió campos y se dio cuenta de que “no había mucha diferencia con el modo en que mataban a los chanchos, las vacas y las ovejas -cuenta-; entonces dejé de alimentarme con todo lo que provenga de explotación o maltrato animal y a luchar por sus derechos”. Con el paso del tiempo, sus iniciativas cautivaron la atención de varios famosos.
Su casa, en un amplio predio de Berazategui, y un terreno cercano, alojan hoy a más de 20 animales, entre perros, gatos, una oveja, dos chanchos enanos, ganzos, patos y una gallina a la que Fernando rescató del salvajismo de dos pibes que la usaban de pelota para jugar al fútbol. “Tenía las dos patas quebradas. La rehabilitamos como pudimos, pero quedó inválida y necesita mucha atención. Ella vive con nosotros y se habituó como si fuera un humano”, asegura. Y aunque reconoce que “los animales se adaptan todo el tiempo a distintos ambientes”, lo cual -dice- “nunca deja de sorprenderme”, advierte Pieroni que “hay que ser cautelosos y no caer en los extremos”.
Sin perder de vista que los llamados animales de granja son de producción para el consumo humano, celebra que se los rescate de una muerte segura para darles una vida diferente, siempre y cuando “haya recaudos”. Pone el ejemplo de los cerdos, cuya adopción o compra se puso de moda desde hace un par de años con los llamados “mini pigs”.
“Nosotros tenemos chanchos enanos, que tienen el tamaño de un perro y pesan hasta 80 kilos, pero viven en un espacio en el que están tranquilos. De ‘mini’ no tienen nada; puede llegar a pesar hasta 100 kilos, y hay una tendencia a comprar estos animales creyendo que pueden tenerlos en un departamento. Los chanchos demandan mucho tiempo; son muy inteligentes, ansiosos y se aburren fácilmente. Si no están activos todo el tiempo, te destrozan la casa”, advierte Fernando.
Ricardo Bratschi es médico de planta del Hospital Escuela de la facultad de Veterinaria de la UBA y uno de los pocos veterinarios en La Plata especializados en la atención de animales no tradicionales, exóticos y silvestres. Considera que la tendencia a adoptar animales de granja tiene un vínculo directo con el veganismo: “Atiendo en santuarios donde los rescatan y les alargan el ciclo de vida, lo que hace que aparezcan patologías nuevas” que requieren especialización, estudio e interconsulta profesional permanentes. Pone como ejemplo una cardiopatía en un chivito, que “antes no se solucionaba con mediación, si no que iba a sacrificio”. Y otro más: el promedio de vida de un conejo era de 5 años y ahora lo sobrepasó ampliamente, llegando hasta los 11 años o más, lo que derivó, según Bratschi, en la aparición de artrosis en esa especie.
Igual que Pieroni, el profesional insiste en que antes de adoptar un animal de granja hay que tener muy en cuenta dónde y en qué condiciones va a vivir, algo que no suele suceder -de nuevo- con “la moda de los mini pigs o chanchitos enanos”. Por eso muchos terminando “sorprendidos” por sus “hábitos de hozar en los jardines y no dejar ni una flor”. A eso se le suma que crecen mucho más de lo que prometen los vendedores, se aburren rápido y son muy curiosos, lo que los impulsa a revolver y hocicar en todos los rincones; arman su propio nido con lo que encuentran a mano y comen mucho y a toda hora. En definitiva, cerdos siendo cerdos; y no son ellos los que tienen que adaptarse, justamente. Por eso es que muchos terminan abandonados o entregados en adopción (en los mejores casos).
Agustín Lemmi (46) tiene un laboratorio fotográfico y, apenas arrancó la pandemia, se quedó sin trabajo. “No teníamos plata para nada y se me rompió la máquina de cortar pasto”, apunta, lo que resultaba un verdadero “problemón”, teniendo en cuenta que vive en un amplio terreno de 143 y 637, en Arana. Fue entonces que se le ocurrió llevar una oveja, “más que como mascota, para que cortara el pasto”, aclara. La máquina costaba entonces 60 mil pesos; la oveja, $3.500.
Unos baqueanos de Correa que fueron a tensar alambres al campo lo pusieron en contacto con un allegado que vendía crías y le envió una foto de las que tenía disponibles: “Elegí una oveja negra por una cuestión filosófica”, argumenta. Y la llamó Cabernet, como la uva de color oscuro, tan intenso como el vino que produce. Cuando llegó a ese terreno de las Luciérnagas, la oveja tenía 6 meses y “ya estaba en rebaño”, cuenta Agustín, “por eso es más arisca. Pero conmigo no, cuando llego berrea y me recibe como un perro; conoce mi olor y sabe que no le hago nada”.
También se lleva muy bien con Teo, un golden retriever de 14 años al que Lemmi considera su “hijo perro” y que ayudó a Cabernet “a hacer rebaño” apenas llegó. La oveja cumplió muy bien con su misión de comer pasto, solo que le sumó a la dieta los árboles que sus tutores habían plantado para forestar el terreno. Y, con la sequía, Agustín debe cuidar que el césped esté siempre regado: “Quería que me ayudara y ahora la tengo que ayudar yo para que pueda comer”, dice, y se ríe.
A estas nuevas tendencias las acompaña una revisión completa del vínculo que liga a los animales con los seres humanos. Surge así la definición de familia multiespecie y una condena social cada vez más fuerte a la crueldad y el maltrato, que no impactó todavía en un endurecimiento de las leyes, más allá de algunos tímidos amagues.
En medio de todos estos cambios, el lenguaje juega un rol clave. El término mascota, por ejemplo, proviene de “mascotte”, que significa talismán o amuleto, y, para la Real Academia Española, tiene tres acepciones: “Persona, animal o cosa que sirve de talismán, que trae buena suerte; animal de compañía; y sombrero flexible”.
Quien comparta su vida con un animal sabe que de ningún modo son “objetos”.
“Son parte o integrante de mi familia. Las palabras ‘mascota’ o ‘dueño’ están referenciando a una cosa y ellos no son propiedad de nadie; son seres individuales. Empezar a nombrarlos así, ayuda a verlos como tal”, agrega Fernando Pieroni.
Mónica Campani también cuestiona la palabra “mascota” y milita contra el mascotismo, que significa retener en una casa animales silvestres (monos, aves, serpientes o carpinchos, entre muchos otros), como si fueran de compañía.
“Rescato aves caídas del nido, lastimadas o huérfanas, o las transito hasta su liberación. No las adopto, salvo que no puedan ser liberadas porque no pueden volar o estén improntadas”, es decir, que hayan aprendido un comportamiento irreversible con el que fija su especie: “No hay que domesticarlas, ni hacerles mimos o arrumacos, si queremos devolverlas a la naturaleza para que vivan en libertad”, explica Campani.
Integrante voluntaria del grupo “Rescate de Aves La Plata”, por estos días Mónica cuida de un pichón de colibrí que fue encontrado en Berisso: cada 30 minutos le da néctar casero, vitaminas y aminoácidos, con un gotero y la paciencia que garantizan el amor y la experiencia de los finales felices. Es que Campani ya transitó “un cuervillo de cara pelada, muchísimas torcazas, zorzales y un hornero” al que bautizó Carlitos. Todos fueron liberados.
Cuando eso no es posible, el grupo se ocupa de encontrar un refugio o una familia que adopte a las aves y sepa cuidarlas, lo que suele ser complicado en el caso de las rapaces. “Tratamos de difundir que las aves silvestres no son mascotas y capturarlas es ilegal”, remarca.
El tráfico ilegal de vida silvestre es el tercer negocio ilícito más grande en el mundo. En Argentina, nueve de cada 10 animales capturados mueren antes de llegar a ser comercializados; de los que llegan a venderse en forma ilegal, 10 de cada 100 se recuperan y solamente el cinco por ciento logra volver a su hábitat natural.
“Muchas personas compran o adoptan tortugas, lagartos overos y también animales exóticos extranjeros, como lagartos de Afganistán, erizos de África, serpientes de la India, reptiles, aves australianas y múltiples especies que salen miles de dólares”, detalló a este diario el veterinario Ricardo Bratschi. Reconoce que “las especies prohibidas son muchas, pero la gente las tiene igual”. Y los problemas aparecen cuando los animales no tienen los cuidados habituales, se los humaniza sacándolos de una dieta específica o se crían fuera de su hábitat natural.
Las especies autóctonas más traficadas, según datos de la Brigada de Control Animal (BCA), son reptiles como tortugas de tierra y aves pequeñas, como cardenales de copete rojo, cardenales amarillos, jilgueros, reina moras, corbatitas, loros y guacamayos.
En agosto de 2021 los carpinchos fueron noticia, después de que los vecinos de Nordelta, en Tigre, reportaron estar “invadidos” por esos roedores que causaban embotellamientos, algún que otro accidente y destrozos en los jardines. Se hicieron largos informes periodísticos, memes en redes sociales y, más temprano que tarde, se transformaron en “mascotas” de moda.
“El carpincho es parte de la fauna autóctona silvestre protegida por la ley 22.421 -advierte Pieroni- su tenencia está prohibida, todos los videos con carpinchos son ilegales y se han hecho allanamientos por eso. Como se volvió una moda tener un carpinchito con anteojos, hay gente que mata a las madres para quedarse con las crías y venderlas. Es horroroso, igual que el tráfico de loros habladores o tortugas de tierra, que, encima, están en peligro de extinción”.
El comercio ilegal de vida silvestre genera entre 15 y 20 mil millones de dólares al año, según estimaciones e información del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable. Aunque los especialistas apuntan a que los controles se concentren en los grandes traficantes de animales y piezas, consideran importante concientizar para que las familias dejen de adquirir animales exóticos, aunque haya criadores inscriptos.
Cree Pieroni que la falta de información genera “confusión” y lo que considera un “desmadre” alrededor del tema: “La fauna silvestre tiene una función en la biodiversidad de hábitat; un chancho, una vaca o una cabra son animales que en muchos casos han sido manipulados genéticamente desde hace años. Podés convivir con un montón de animales en un domicilio, pero tenés que tener en cuenta qué es lo que necesitan y ser cauteloso. No hay que rozar al extremo ni olvidarse de que un chancho, un toro o una vaca, te pueden matar”.
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