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Con la anomia al volante

Con la anomia al volante

Cifras provisorias de la Asociación Civil Luchemos por la Vida señalan que solo en 2022 se produjeron 6.184 muertes en todo el país en rutas y calles / pixabay

Sergio Sinay*
Sergio Sinay*

16 de Abril de 2023 | 07:41
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La Argentina es escenario cotidiano de una guerra civil que no está oficialmente declarada, pero que provoca una incesante cantidad de víctimas, cuya consecuencia es, en primer lugar, la pérdida de vidas, la destrucción de familias, una legión de personas inválidas para siempre, costosísimos daños materiales y destrucción. Esa guerra tiene lugar en calles, rutas, carreteras y autopistas, y el principal armamento que se usa en la conflagración son autos, camiones, camionetas, colectivos, ómnibus y motos. Es una guerra de todos contra todos, de la que no pueden escapar ni siquiera quienes no quieren participar en ella ni tienen motivos para hacerlo. Ellos son, a la postre, víctimas inocentes, como las hay en toda guerra. Muchos de quienes protagonizan activamente este fenómeno muestran actitudes suicidas. Con sus armas no solo matan, sino que se matan. Como atacados por un misterioso virus que anula su capacidad de razonar, su instinto de conservación, su comprensión de la responsabilidad y su noción de la existencia del prójimo los combatientes montan al volante de su armamento y, anulado incluso su instinto de supervivencia, se lanzan a los campos de batalla prestos a matar o morir.

Esta guerra no se libra en nombre de ninguna causa y solo se alimenta de razones como la anomia, la inconsciencia, un acentuado egoísmo, una irresponsabilidad endémica, una patológica adicción a los celulares, la naturalización del consumo de drogas y psicotrópicos, el desconocimiento y la sobrestimación de las propias capacidades y los propios límites y misteriosos resentimientos de distintos orígenes, tanto personales como sociales, que salen a expresarse en las calles. Cifras provisorias de la Asociación Civil Luchemos por la Vida señalan que solo en 2022 se produjeron 6.184 muertes en todo el país en rutas y calles. Si se observa que esa cifra se alinea con el promedio registrado en años anteriores se puede deducir que, en una década, mueren más de 60 mil personas en eventos viales que no pueden llamarse accidentes (aunque se acostumbre a denominarlos así), puesto que casi todos ellos son provocados y evitables. Para tener una idea de la virulencia de esta guerra basta señalar que en la de Vietnam murieron 58.220 soldados norteamericanos en los 12 años en que EE. UU. participó. Y en Malvinas cayeron 649 soldados argentinos y 255 británicos.

UNA DOLOROSA OBVIEDAD

El jueves 13 de abril pasado, en una nota de este diario que se titulaba “Incidentes de tránsito, un fiel reflejo de lo mal que se maneja en la ciudad”, se informaba que en los primeros tres meses del año ya habían muerto 14 personas en las calles de La Plata, una de las ciudades, según la nota, con mayor porcentaje de incidentes de este tipo en todo el país. El problema excede, por supuesto, el panorama platense y afecta, en verdad, a todo el territorio nacional. En su libro “Un país al margen de la ley” (de imprescindible lectura para comprender por qué Argentina está como está), el brillante jurista Carlos Nino (1943-1993) cuenta que ya en la época de la colonia, cuando recibían órdenes de la Corona, los adelantados afirmaban: “Se acata, pero no se cumple”. Y que eso parece haber quedado inserto en el ADN nacional al punto en que es posible registrarlo en todos los órdenes de la vida y las interrelaciones en el país. Así se vive, y, como bien afirmó en su momento Luis Montoro, presidente de la Fundación Española de Seguridad Vial, “en una sociedad se conduce como se vive”. Una obviedad, sin duda, pero ocurre que hace tiempo que dejamos de ver las obviedades y chocamos con ellas a cada paso.

Cuando las drogas, el alcohol, el celular y la decisión de no acatar las normas, las reglas, los códigos y las leyes se llevan desde afuera hacia adentro de los vehículos, ya no importa quién conduce porque, en realidad, la que está al volante es la muerte. En la citada nota del día 13 de abril se leía: “Exceso de velocidad, consumo de sustancias prohibidas, alcohol, semáforos que se cruzan en rojo, el estrés y el manejo con la vista pendiente del celular, son parte las razones que explican el fenómeno”. Retomando las ideas de Nino es posible condensar todos estos factores en una sola palabra, la que cruza de arriba abajo la vida nacional: anomia. Nino da un paso más y define a la que se manifiesta en nuestra sociedad como “anomia boba”. Es aquella que termina dañando a quien la vive y la provoca. Una enfermedad social autoinmune.

De acuerdo con el pensamiento de este gran penalista (pieza fundamental en el juicio a las juntas militares que narra la película “Argentina 1985”) importa estudiar la estrecha relación que existe entre anomia, autoritarismo y debilidad de la democracia. Y no solo eso. “Podrían también estudiarse, escribe en su libro, las consecuencias de esa anomia para la paz social y para la estabilidad psíquica de los miembros de la sociedad”.

Esta es una oportuna sugerencia, desde el momento en que, según cifras de AFAC (organismo que nuclea a 200 empresas autopartistas) circulan unos 15 millones de vehículos en el territorio nacional, incluyendo autos, GNC, camiones y vehículos híbridos, cifra que daba, hacia fines de 2021, un promedio de 3 habitantes por vehículo. Un observador atento y objetivo podría detectar en la manera de circular de esos vehículos cuál es el estado psíquico que, como emergentes, expresan sus conductores. Intolerancia, agresión, ansiedad, violación de normas, límites y señales. La que se manifiesta al volante no es otra conducta sino la que se lleva en los demás aspectos de la vida.

CONFUSIÓN FATAL

El antropólogo Pablo Wright, investigador del Conicet produjo un lustro atrás una amplia y profunda indagación sobre etnografía vial, y sobre el hábito nacional de convertir las señales en símbolos. Un símbolo, contrariamente a una señal, es una interpretación. El significado que se le atribuye no está en el dibujo, en la imagen, en el relato o en la metáfora en que se lo detecta. Una cruz sobre la silueta de un auto, encerrados en un triángulo demarcado en rojo, es una señal. Lo mismo que un cartel que indica “Máxima 120”. Sólo significan una cosa: no estacionar, y un límite de velocidad. El dibujo del yin y el yang es un símbolo; en él se interpreta filosóficamente la integración de los opuestos, la dualidad de la realidad, las polaridades. Sobre esto se puede opinar, se puede creer o no en que así son las cosas y se puede contraponer otra cosmovisión. Sobre la señal que prohíbe estacionar o rebasar una velocidad no puede haber dos opiniones diferentes, ni creencias ni agnosticismos. Pero en la Argentina hay tantas leyes como habitantes. Cada uno hace la propia y sale a imponerla por sobre los demás, a expensas de ellos y, a menudo, de la propia vida. Así se gesta la guerra civil cotidiana que se combate en cada calle, en cada ruta, en cada autopista. Y así seguirá hasta que, como dice Carlos Nino en la culminación de su libro, el lema argentino sea: “Aquí la ley se discute, pero se cumple”. Entonces se vivirá y se conducirá de otra manera.

 

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