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En el Centro Cultural Islas Malvinas se verá desde hoy al miércoles la última película de Ariel Rotter, sobre la crisis de una pareja
Julieta Zylberberg y Alfonso Tort, protagonistas de “Un pájaro azul”
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
A Javier “uno lo quiere boxear todo el tiempo, está parado en la inmadurez, no se hace cargo de nada”, dice Ariel Rotter, quien escribió al personaje: encarnado por Alfonso Tort, Javier, el protagonista de “Un pájaro azul”, última película del cineasta, busca tener hijos hace años con Valeria (Julieta Zylberberg), su pareja, sin éxito, y con el consecuente desgaste. Y no tiene mejor idea que acostarse con otra mujer.
Así comienza la película que se verá entre hoy y el miércoles, a las 18, en el Centro Cultural Malvinas, y que nació hace más de una década, cuenta el realizador de “La luz incidente”, en diálogo con EL DIA. “Nació en una época en la que estábamos con mi pareja intentando ser padres, y no sucedía. Se hizo cuesta arriba, y empezamos a transitar tratamientos de fertilidad, un montón de cosas que te hermanan, pero también te va desgastando de una manera difícil de explicar para quien no lo transita”, cuenta Rotter.
Y agrega: “Los ciclos de ilusión y frustración empiezan a ser muy fuertes, dejan mucha huella, la intimidad de la pareja se juega más en función de la reproducción, de tener éxito en esa faena, se empieza a deformar el deseo, la intimidad empieza a estar ligada a la eficiencia… Todo empieza a influir en la cotidianeidad de la pareja. En ese momento, tuve ganas de escribir sobre eso”.
Así apareció Javier, el primer personaje de su filmografía “con el que uno no empatiza, al menos hasta el final de la película”. Ante ese desgaste, Javier toma una serie de malas decisiones que lo revelan atrapado “en el lugar de hijo”, en una inmadurez producto de una pena atrapada en el interior, un duelo mal procesado, también relacionado a la historia personal de Rotter, “vinculado con mi viejo, con una enfermedad muy larga que me tocó atravesar con él, y una muerte muy temprana. Siendo muy chico, me tocó asistirlo mucho tiempo a un padre enfermo: fue muy largo, muy extenuante. Cuando terminó, yo lo guardé bajo cinco llaves, lo archivé. En algún momento eso, que por ser muy pibe dejé atrás, intentó volver”.
“Un pájaro azul”, una película muy personal, sumamente sincera y dolorosa, pero también delicada, amorosa y humorística, es el encuentro de estos dos elementos, para Rotter y para Javier, el encuentro entre el intento de convertirse en padre y el de abandonar el lugar de hijo. Esa tensión, dormida, bajo la superficie, hasta ese momento, sale a la superficie cuando Javier, ante la confesión de la infidelidad, se queda sin pareja y sin hogar, justo cuando en el trabajo de Javier aparece una mujer con la misión de recortar puestos de trabajo, y se desata “una tormenta perfecta emocional”. Podría haber sido material de un dramón: aquí, es carne para una comedia conducida por el patetismo de un desesperado, pero enamorado, Javier.
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“Esta generación tuvo mucho tiempo para ser el centro de nuestra vida, eso marca una adolescencia tardía”
Ariel Rotter,
director de “Un pájaro azul”
- Ese dejar de ser hijo y empezar a ser padre parte de una vivencia personal, pero ¿lo pensaste también como un retrato de una generación, o de cierto tipo de padre tardío, y de estas adolescencias que se prolongan hasta pasados los 30?
- Es una película muy generacional: somos una generación de padres grandes, en comparación con la de nuestros viejos. Es un cambio de paradigma, y con esa tardanza aflora esta necesidad de la medicina aplicada a la fertilidad, porque los cuerpos tienen su reloj. Ahora, cuando uno tiene hijos, sale de ese lugar central, empezás a pensar la vida en función de tu hijo, te corrés vos de ese lugar, y ahí llega una madurez, dejás de mirarte el ombligo, a pensar todo desde uno. En ese sentido, esta generación de padres tardíos tuvimos mucho tiempo para estar solos con nosotros, ser el centro de nuestra vida: creo que eso también marca una adolescencia tardía, de padres que nos sentimos pibes grandes.
- Empezaste a escribir antes de ser padre. Y luego fuiste padre. ¿Cambió el guión, la forma de tratar la historia?
- Yo empecé a escribir “Un pájaro azul”, y en paralelo estaba con lo que terminó siendo “La luz incidente”. Y en un momento abandoné “Un pájaro azul”, que tenía un desarrollo distinto: era muy trágica, muy dura, tenía un final muy cruel. Ahora, considero que la película es una comedia, o casi, tiene humor, los personajes se ríen de sí mismos. Y tiene sobre todo un signo amoroso. Fue el paso del tiempo lo que la cambió: transité mi paternidad, también vino la pandemia, un momento muy oscuro para los que teníamos chicos pequeños, esa sensación apocalíptica… Y sentí la necesidad de que la película fuera más luminosa.
- Decías que ser padre es dejar de mirarse el ombligo. Este cambio, de tragedia a comedia, ¿tiene que ver un poco con eso, con salir del agujero interior, de plantear con humor lo que fue un drama?
- Un poco sí. Además, siempre tuve la fantasía de hacer una comedia, es un género mayor: transmitir humor es dificilísimo, es algo que respeto mucho. En lo personal, en la pandemia tuvimos algunas situaciones de salud medio bravas, entonces necesitaba que la película fuera de algún modo una historia de amor, una manera de agradecer a mi pareja el haber puesto el cuerpo, el haber sostenido la ilusión de haber podido convertirnos en padres, a pesar de los mil y un tratamientos, estuvimos ocho años intentando: todo eso tiene su costo, a nivel físico, a nivel salud. Por eso quería que la película esté más bajo el signo del amor que del desamor.
En “Un pájaro azul”, Javier está en pausa, su desarrollo obturado por ese duelo sin procesar. Y la pareja entra en pausa, desgastada por esa búsqueda frustrada de paternidad, impulsada a una distancia, una separación, un tiempo, por la desacertada decisión de Javier de, en medio de esa lucha por tener hijos, pasar una noche con otra.
Una película de pausas, de un cineasta de pausas, que filma aquello que ocurre entre los silencios, en silencio: en “Un pájaro azul”, como en anteriores películas de Rotter, no hay música incidental. En esa quietud aparente, entre el murmullo asordinado de la incertidumbre, el silencio del que no sabe qué decir, qué hacer para corregir la macana que se mandó, Rotter hace sonar y hace su duelo con otros dos que se fueron muy temprano: Rosario Bléfari y Eduardo Mateo, delicados raptos de música y poesía en medio del silencio. Rotter selecciona las canciones y su aparición con un cuidado artesanal, el mismo con el que compone los planos.
- Pasaron varios años desde “La luz incidente”, pero tengo la sensación además de que no sos un cineasta que se deje apurar por este mandato de producir constantemente del siglo XXI. ¿Pensás tu cine, con ese uso del sonido, de los planos, de la música, contra esta vorágine moderna?
- No lo planteo en contra de nada, sino a favor: a favor del placer de poder habitar las escenas con cierta paciencia. Tiene que ver, en definitiva, con el modo en que me siento más cómodo contando: el otro día veíamos una serie en casa, y estaba buena, pero la cantidad de planos que tenía cada minuto era agotador. Yo prefiero otra cosa: a mi me gustan las películas que le permiten completar al espectador el faltante, y en una película que va a mil, solo puedo ver, asistir a lo que me dan, mientras que si tengo una película que me permite ir y volver, completar lo que ahí se omite, me siento parte de la narración. Por otro lado hay un tema de gusto, que tiene que ver con la austeridad visual y sonora. Una simpleza: no distraer con cosas que no son relevantes es una manera de favorecer ese ida y vuelta sensorial con el que está mirando. Entonces: más que pensar el cine como un proceso de adición, de ir sumando cosas al cuadro, me dedico básicamente a sacar cosas del cuadro. Una vez que nos quedamos con lo mínimo, contamos lo que pasa ahí, el núcleo. Y le damos ese espacio también al actor. También se trata de trabajar con las limitaciones de uno: si tengo 5 semanas de trabajo, son 25 jornadas, y si yo tengo 70 escenas, voy a tener más de dos escenas por día. Es una escena cada 4 o 5 horas que tengo que contar, si en esas 5 horas tengo que hacer 7, 8 planos, la voy a pasar mal todos los días. Pero por ahí puedo contarlo en dos o tres planos, contarlos bien, ensayarlos, repetirlos, en lugar de hacer mil planitos, un Frankenstein que atenta contra el objetivo, que es contar bien. Entre eso, y cierto gusto por la austeridad, se termina generando el ADN de mis películas, películas de planos reposados, películas climáticas, películas sin música incidental, donde hay un espacio para que el diseño de sonido sea más rico en capas, en atmósferas, un lienzo más permeable a ser habitado por la construcción sonora.
- ¿Esta manera de hacer cine tiene que ver con que hayan pasado varios años desde tu último estreno, y que no seas autor de un cine más prolífico (es su cuarta película en 23 años, la primera en 9)?
- Son los tiempos de hacer cine en este país. Escribir, conseguir financiamiento, rodarla, terminarla… pasa mucho tiempo. Quizás hay gente que puede condensarlo. Pero no es que abandoné la ficción, siempre estuve haciendo una película. Hacer cine en Argentina siempre fue desafiante, ahora ni te cuento. Salís en cuatro, cinco salas, cuatro, cinco días. Y la visibilidad que tienen las películas es muy limitada. Los cines están en manos de empresas norteamericanas, que exhiben sus productos, con alguna excepción, pero en general pasamos a ser parias de nuestra propia cinematografía. Dicen que las películas argentinas no las ve nadie, pero no tienen condiciones para ser vistas: explicar desde ese lado la situación del cine argentino es de un cinismo atroz. No tenés la posibilidad de estrenar, de mantenerte en una sala por más que unos días, y después te dicen que no la quiere ver nadie. Dame la chance…
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