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La clave no radica en buscar ser perfectos, sino en aceptar los propios límites. Aprender a decir que no, permitirse fallar, reconocer que no todo es culpa de uno mismo, son pasos fundamentales
La crianza se vuelve más tediosa con la sobreexigencia de los padres y las madres / Freepik
En el escenario actual, ser padre o madre se ha convertido en una maratón sin fin, una búsqueda perpetua por alcanzar una excelencia que parece cada vez más inalcanzable. Los padres de hoy están agotados, no tanto por las exigencias propias de la crianza, sino por la constante presión de cumplir con un modelo ideal que la sociedad impone. Esta realidad se ve reflejada en un fenómeno cada vez más común: el síndrome de los padres quemados, un desgaste emocional que afecta a aquellos que se sienten atrapados en la necesidad de ser perfectos en su rol de cuidadores.
La presión de cumplir con cada expectativa que rodea la paternidad moderna viene de varios frentes. Los padres no solo se enfrentan a la responsabilidad de cuidar y proteger a sus hijos, sino también a la exigencia de convertirlos en seres excepcionales. Se espera que los niños no solo sean buenos estudiantes, sino que además participen en múltiples actividades extracurriculares, sean sociales, creativos y felices. En el camino, los padres se encuentran con que su vida personal, sus necesidades y su tiempo libre desaparecen, absorbidos por la maquinaria de la crianza.
La idea de que los padres deben ser amigos de sus hijos, o peor aún, controladores extremos de cada aspecto de sus vidas, solo contribuye a este agotamiento. El capítulo ‘Arkangel’ de la serie Black Mirror refleja de forma distópica esa necesidad de vigilancia constante, un deseo de monitorear cada movimiento de los hijos en un esfuerzo por evitar cualquier peligro o fracaso. Aunque esa realidad parezca lejana, muchos padres viven inmersos en un esquema similar, temerosos de que cualquier error, cualquier fallo, pueda perjudicar irremediablemente a sus hijos.
Lo paradójico es que, en su intento por ser perfectos, los padres terminan enfrentando el mayor de los fracasos: desconectarse de sus propios hijos. Según expertos, esta búsqueda de excelencia parental no solo agota a los padres, sino que puede también dañar a los hijos. Los niños crecen en un entorno donde el éxito parece ser la única medida válida de valor, y donde la posibilidad de equivocarse, aprender y encontrar su propio camino queda relegada a un segundo plano. Los padres, en su afán por evitar que sus hijos sufran lo que ellos mismos experimentaron en su infancia, terminan imponiendo expectativas que resultan sofocantes.
Este agotamiento no se manifiesta solo en la relación con los hijos, sino también en la relación consigo mismos. Padres que, en su intento por abarcar todo, terminan perdiendo la noción de su propia identidad. En la consulta de profesionales, es común ver padres que, en lugar de hablar de los problemas de sus hijos, acaban desahogándose sobre sus propias angustias, sus propios miedos. El cansancio emocional los lleva a una crisis donde la solución parece ser buscar ayuda externa, desde medicación hasta terapias, como si todo pudiera resolverse por medios ajenos a su capacidad de actuar.
El desafío para los padres no solo radica en aceptar que no pueden ser perfectos, sino también en entender que esa imperfección es, de hecho, la clave para una crianza más sana. Los hijos no necesitan padres infalibles, sino adultos capaces de enseñarles que los errores son parte de la vida, que el fracaso no es el fin, sino una oportunidad para aprender y crecer. Reconocer que no todo está bajo control, que los hijos tienen su propio camino que recorrer, es un paso fundamental para evitar el agotamiento.
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El contexto social actual, además, añade otra capa de complejidad. Otros especialistas señalan cómo el reconocimiento externo se ha vuelto una trampa en la que muchos padres caen. Su valor, su éxito, no solo como individuos, sino también como padres, parece depender de lo que proyectan hacia afuera.
Aceptar la imperfección: los padres no deben exigirse ser perfectos. Es fundamental entender que cometer errores y mostrarse vulnerables no solo es humano, sino que también es beneficioso para los hijos, ya que les permite desarrollar resiliencia y encontrar su propio camino en la vida.
Establecer límites claros: reconocer que no siempre se puede hacer todo es esencial. Decir “no” a veces, tanto a los hijos como a las propias exigencias, es una manera de mantener el equilibrio. Esto incluye permitirse momentos de descanso y autocuidado sin culpa.
Confiar en el proceso de crianza: los padres deben confiar en que sus hijos aprenderán y crecerán, incluso si no controlan cada detalle de su vida. Dejar que los niños tomen decisiones, se equivoquen y aprendan de sus errores es vital para su desarrollo emocional y autonomía.
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