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El protagonista de “El Jockey”, la película elegida por Argentina para competir por el Oscar, cuenta, en diálogo con EL DIA, por qué es una cinta que “viene a sacudir el avispero”
Pérez Biscayart y Úrsula Corberó en “El Jockey”
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Nahuel Pérez Biscayart monta caballos, toma whisky con humo, baila Virus y se transforma en mujer en “El Jockey”, la película de Luis Ortega estrenada esta semana en salas y elegida para competir por el Oscar por Argentina, y que el actor dice que eligió por encajar con sus propia búsqueda actoral de escapar de su mente, de la racionalización. “La cabeza es la gran enemiga del actor”, afirma, en diálogo con EL DIA.
Pérez Biscayart abraza entonces la metamorfosis, el fluir de su personaje, Remo Manfredini, que de jockey de turf con ínfulas de estrella de rock y el alma derrotada se convierte, por accidente, en un ser ambulante, sin identidad, y a partir de esa destrucción, se reconstruye.
Un trabajo que lo obliga a encarnar distintas formas de moverse, de hablar, de caminar, a lo largo de la película, aunque no quiere hablar demasiado de eso, no quiere ponerlo en palabras del todo: “No sé cuánto puedo develar del trabajo, porque tengo miedo que al develarlo, me lo devele a mí mismo. Y está bien no develárselo, sobre todo cuando uno trabaja con cosas tan liminales, tan inasibles. O al menos apunto a eso con la actuación: que sea lo más indefinible posible. Y si uno le pone palabras, quizás puede echar luz en algún sentido pero también las puede matar, cerrar los sentidos”.
“La edad adulta nos apuró a adoptar una de las corazas que nos tiraron encima, y desde ahí, ya está: la adultez es un lugar de cristalización, sos una sola cosa. Y estamos medio hartos de eso”
Nahuel Pérez Biscayart.
Actor
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Hay, acepta, un trabajo, realizado en privado, donde “uno explora como actor, voces, maneras de caminar del personaje”, pero no es un método formal: “Son imágenes, ideas, que busco traducir después al mundo material. Entonces, es un trabajo que más que definir, abre. Un trabajo del orden de la digestión, de la acumulación de imágenes, estímulos, ideas, que después se pueden traducir al cuerpo”.
Y a ese cúmulo de estímulos, dice, se suman las conversaciones con el director, el trabajo con el elenco: lo que ocurre en el rodaje, en el cuerpo a cuerpo. Por eso, “nunca está bueno llegar al set con una idea monolítica”, opina. “Está bueno tener las puertas abiertas, porque la actuación es como la electricidad, que toma el camino que más le conviene: si vos pudiste abrir, pudiste poner a disposición muchas hipótesis, en general la escena, el contexto, los diálogos, tus compañeros y lo que ellos produzcan de su lado entran en un diálogo musical, sensible, que escapa a las ideas. Solas las cosas se van confirmando”.
Ese diálogo musical que escapa al reino de las ideas, el método que no es método de Pérez Biscayart, también podría describir perfectamente “El Jockey”, una película hecha de canciones (suenan Palito, Sandro, Nino Bravo, Gardel, Piero) que musicalizan el viaje burbujeante y desconcertante de Remo Manfredini, el excéntrico, alcohólico y endeudado jockey que sigue de largo en una curva en el Hipódromo, pierde la cabeza, escapa perdido en el hospital y se reconstruye, se rearma, se reinventa en mujer, en bebé. Todo, mientras lo persiguen quienes lo quieren vivo o muerto.
“Es una película que viene a sacudir el avispero: es accesible, hecha de elementos accesibles, pero nos invita a zambullirnos en una experiencia que precisa de una atención diferente, que nos reconecta con lo onírico”, adelanta Pérez Biscayart. “O con algo más infantil, de la construcción y la deconstrucción de la identidad. Es como si la edad adulta nos hubiera apurado a adoptar una de las corazas que nos tiraron encima, y desde ahí, ya está: la adultez es un lugar de cristalización, donde ya sos una sola cosa. Y estamos medio hartos de eso: es lo que nos lleva a guerrear contra el otro que no soy yo, como si ese otro, que no es como uno, fuera naturalmente un enemigo”.
En ese sentido, es una aventura que propone “la disolución de lo que uno cree, lo que uno considera sabido. Las películas que me gusta hacer tienen ese elemento de aventura, de indagación, de locura. De soltar las riendas, que en este contexto va bien”, se ríe. Y Luis Ortega, cuenta Pérez Biscayart, es el vehículo perfecto para explorar de esa forma de hacer cine. Ya trabajaron juntos en “Lulú”, también en un episodio de “Lo que el tiempo nos dejó”, y el actor constató allí lo que confirmó en “El Jockey”: en sus sets “hay muchas lecturas, mucha libertad, mucho boludeo, que son todas formas de evocar, de girarle periféricamente al asunto, para que ese asunto pueda ir filtrando lo que uno tiene que recibir para pasar al acto”.
- “El Jockey” se pudo filmar en exteriores icónicos, suenan canciones pop, siempre un tema para el cine nacional por el costo de los derechos. ¿Fue divertido bailar Virus, salir al Hipódromo?
- Falta una canción: “Mira que Luna” iba a ir en una escena de sexo, un temazo que quedaba muy bien. Pero los dueños de los derechos son del Vaticano… Entonces, ni por guita. Pero sí, pudimos darnos unos gustos increíbles. Fue una fiesta: filmar con Luis es una fiesta, aunque lo hagas con dos pesos. Porque Luis, como decís, es un OVNI, y nos lleva a todos en esa nave, que no es fácil cuando arrancás a las 4 de la mañana, armando, desarmando, horas de maquillaje… Pero Luis emana un nivel de juego, de libertad, casi mística, que es inspiradora. Si además de eso, le das recursos para poder fantasear, es espectacular. En la película sentí eso: estábamos haciendo la misma película que hubiéramos hecho con dos pesos, pero con muchos caramelos. Así que éramos como chicos en una juguetería: fue una celebración, a la vida, te diría.
- Es una película un poco OVNI, y fue elegida para competir por Argentina para el Oscar y el Goya. Una elección arriesgada.
- Es una gran alegría. Me gusta lo OVNI, viene a traer elementos que no conocemos, otras realidades, extrañas. Y esto OVNI que describís creo que el espectador lo agradece, sobre todo en un contexto marcado por la tiranía del relato, lo masticado, la estandarizado, lo pasteurizado. También, creo que va en contra de la ansiedad: hoy, el valor de una pieza audiovisual pasa por generarle ansiedad al espectador. Siento que hay algo de la intoxicación de la era que se traduce a la narrativa, y generamos una alianza medio destructiva: queremos habitar mundos cinematográficos desde el lugar en que nos hemos enfrascado, es como si solo tuviéramos esa métrica, la ansiedad. Una historia de amor tiene que ser una historia que te vuelva loco, que te vuele la cabeza… Pero hay miles de maneras de amar. Y yo lo último que quiero es estar ansioso cuando veo una película, la vida ya es medio ansiógena.
- La película se hizo con dinero del INCAA en coproducción con España: el Instituto hoy es atacado, criticado. ¿Cómo vivís el estreno en este contexto?
- Nosotros, por suerte, filmamos antes de todo esto. Todo se articuló para que pudiéramos hacer una película ambiciosa en términos de recursos y producción, sin sentir el desprecio que baja ahora desde el Gobierno, ese odio patológico, esa política de la mercantilización de todo, de la atomización de todo gesto humano. Es el desmembramiento total del tejido social y productivo, se aplica a todas las esferas: no veo una diferencia entre lo que hace el Presidente con el INCAA que con lo que hace con otras industrias nacionales. Son fascistas, pero además son muy ignorantes: no entienden que la industria cinematográfica de un país moviliza la economía, las industrias culturales en el mundo europeo que tanto alaban son industrias pesadas, mueven la economía. El arte puede tener una incidencia real en la economía de un país: es perfecto, nos hace mejores personas, nos permite reconocernos, ir al encuentro de un desconocido… Pero se la pierden, son brutos, quieren un país diezmado, una sociedad precarizada dispuesta a trabajar por nada: lo que proponen es la precarización total de todo lo que pueda brindar una producción un poco más soberana, en pos de liberalizar el dominio de esa producción en los que puedan pagarlo. Y lo pueden pagar cuatro, como fue Argentina en el país al que quieren volver, el del siglo XIX, repartido entre 6 familias, aunque hoy eso está transnacionalizado, globalizado. Son ellos los que van a terminar la estética, la ética y todo lo que entre en juego al producir cine, industria.
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