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Estudió en la Agraria y llegó a cursar Ingeniería en Sistemas pero, por diferentes circunstancias familiares, habita la calle desde hace 13 años. Una vida sin techo, pero con muchos amigos de cuatro patas, que busca una oportunidad
María Virginia Bruno
vbruno@eldia.com
Cómo una persona termina viviendo en situación de calle es algo que genera intriga, al menos, en los que en su personalidad tienen una mezcla de curiosidad y empatía. Un entramado familiar complejo llevó a Alejandro René Fernández Blanco (47) a comenzar en 2012 en La Plata su historia de vida lejos de un techo aunque, circunstancialmente, lo haya cobijado alguno. A pesar de que no es muy diferente a otras historias de personas que viven en la calle, la de Ale es particular, al menos, para los amantes de los animales. Como tal, en estos 13 años de camino errante, no ha estado solo, y se ha dedicado a rescatar perritos abandonados. Se acuerda perfectamente del primero, Zeus, pero también de los otros 31 que supo tener/retener/transitar hasta hoy. Su “sombrita”, ahora, es el Negro, un paticorta bravucón, pero profundamente leal y entrañable.
En este momento, su “casa” es en la intemperie de un local de 7 y 66. Detrás de un cantero, debajo de un árbol, descansa con el Negro todas las noches desde fines de noviembre del año pasado cuando un ladrido lo dejó afuera de la última pensión que habitó.
Prohibida la entrada de animales, Ale “desobedecía” desde agosto pasado cuando adoptó al Negro, después de encontrarlo vagando por la calle. Había hallado una fórmula para pasar inadvertidos en la pensión, pero un imprevisto le tocó su corazón noble cuando en 1 y 78 se encontró con un Sharpei desorientado. Al verlo, lo retuvo, se contactó con rescatistas con los que se comunica a diario vía redes para ver si alguien lo estaba reclamando y, ante la negativa, se lo llevó a la pensión. Pero el Sharpei no estaba adiestrado como el Negro y ladró. Un ladrido delator que los dejó a los tres en la calle otra vez.
Ale volvió así a 7 y 66, un espacio que ya había habitado en otras oportunidades. También vivió muchos años en el que él llama el “castillito”, esa casona abandonada que le daba un tinte lúgubre a la avenida 7 entre 62 y 63 y que fue demolida hace algunos años. Allí, la historia de Ale se hizo conocida y hasta copó algunos portales. La gente se acercaba a llevarle comida para los perritos con los que vivía (cuatro) tras sacarlos de la calle. Después de ahí, supo vivir en una casilla en 7 y 93, de la que se tuvo que ir con sus animales porque se la incendiaron.
Ale cuenta que su amor por los animales, particularmente por los perros, comenzó cuando tuvo por primera vez a uno propio, al ya conocido Zeus (ver aparte).
En su casa familiar, en la que convivía con sus padres (dos abogados platenses que aún viven) y sus cuatro hermanos (uno es delegado gremial de IOMA), hubo alguna que otra mascota pero la conexión con los perros comenzó en su estado de soledad más brutal, la calle, un mundo que trota desde 2012 cuando “los que me criaron”, como define a sus padres, lo echaron de la casa. Esa fue la última vez que los vio y, en todos estos años, nunca hubo un intento por recomponer la situación familiar. Pero esa es otra cuestión.
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Alejandro, que cursó parte del secundario en la Escuela Agraria y que llegó a estudiar Ingeniería en Sistemas en la UTN, pudo haber tenido una vida distinta. Pero las circunstancias lo llevaron a tener la que tiene y no se queja, pide o reclama.
Medicado a diario por un diagnóstico de epilepsia que arrastra desde los trece meses, un diagnóstico que se volvió un “descarte” casi automático cada vez que intentó buscar trabajo para salir de la situación de calle, Ale debe asistir mensualmente al Hospital Romero a buscar su medicación y para no dejar al Negro solo, la última vez contrató a un taxista que conoce de la época en la que abría puertas en las paradas del Centro para que lo lleve y lo traiga con su fiel amigo. Le cobró 20 mil pesos.
A su Negro no le falta nada. Una vecina de Plaza España tiene en su casa una bolsa de alimento (él cuenta que le dio ese alimento a un perrito cancino que lo llenó de vitalidad) y le va dando raciones para que los empleados del local donde duerme no le tiren la bronca. No son demasiadas cosas las que tiene bajo ese árbol en el que duerme, apenas una valija, una mochila y algunas bolsas, pero un bolsón de 25 kilos podría generar más rencillas de las que genera su presencia.
Con collar y correa, el perrito no come harinas, ni grasas, menos dulces. Está desparasitado, vacunado, todo según las “normas” del cuidado animal, algo que él no negocia. De hecho, cuando se le consulta por qué no vuelve a una pensión, él no duda: “porque no me dejan vivir con el Negro”. Y la ecuación no admite dudas para Ale: ante la soledad bajo techo, prefiere la compañía animal en la calle.
Los vecinos del barrio lo quieren. Muchos conocen de su amor por los animales: él sabe el nombre de cada uno de los habitués de Plaza Matheu y Plaza España, y también las cruzas que llevan en su ADN. Él agenda a los vecinos aclarando de qué plaza son, cómo se llaman y, obvio, qué perritos tienen, por ejemplo, “Plaza España: Camilo: Bruna”. Ale se sienta en el pasto y los perros lo rodean: todos los días, lleva un bebedero de plástico para que los peludos sacien su sed después de correr y jugar.
Ale está en Facebook, conoce a los grupos y personas que se dedican a rescatar animales, y repostea todo lo que está a su alcance. De hecho ahora, desde hace una semana, está transitando un perrito rubio (cabeza de pitbull y manto negro como un ovejero alemán) que parece estar perdido. Cuando muchas personas que tienen posibilidades miran para otro lado, él, que vive en la calle, ni lo dudó: le puso un collarcito y una correa y ahí lo retiene esperando que aparezca su dueño.
Así fue cómo, a lo largo de todos estos años, él nunca estuvo solo, y llegó a rescatar a 32 perritos (33 con el rubio) que después fueron adoptando otras personas. Zeus, Ares, Afrodita, Rex, Febo y Taz fueron solo algunos.
Con una pensión por discapacidad, con la que apenas puede cubrir gastos de alimentos, Ale se imagina un futuro ideal: sueña con irse a vivir a Bavio -en donde tiene conocidos de su paso por la Escuela Agraria- y allí poder tener un terrenito en el que abrir una guardería para perros. Y aunque no lo pide, para eso necesita ayuda.
Los que quieran y puedan colaborar para que Ale tenga una oportunidad de mejorar su día a día junto a sus perros, pueden ayudarlo cómo se les ocurra. Él y el Negrito están todos los días en Plaza España cuando baja el sol. Para los que quieran donar, su CBU es 0110715130071506776165, a nombre de Alejandro René Fernández Blanco.
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