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Cada vez más personas se tatúan por primera vez después de los 60, 70 u 80 años. Muchas lo hacen para cumplir con un deseo postergado, para celebrar que superaron una prueba difícil, recordar que siguen vigentes o como un maravilloso ejercicio de la libertad. Aquí van algunas historias
Mariano Salvarreyes. “Se corrió el límite de vida y eso está buenísimo”
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
Una encuesta online realizada por la agencia alemana Dalia Research concluyó que nuestro país es el cuarto con mayor cantidad de personas tatuadas en el mundo, después de Italia, Suecia y Estados Unidos. El 43% de los argentinos tiene al menos un tatuaje, como fenómeno transversal en todas las clases sociales y también edades.
Es habitual cruzarse con personas de más de 60, 70 y 80 años que tienen tatuajes desde hace mucho tiempo, pero lo novedoso es que cada vez son más las que se tatúan por primera vez a esa edad, por distintos motivos y con resultados impactantes.
“Cuando yo empecé se hacían algo chiquito; el escudito de un club o un nombre por una promesa, pero ahora encaran proyectos de toda una pierna, brazo o espalda, que llevan mucho tiempo, como si tuvieran 20. Ya no piensan cuánto más van a vivir y eso es buenísimo; se corrió el límite de vida”, dice Mariano Salvarreyes, con tres décadas de experiencia en este arte/oficio.
¿Por qué tatuarse después de los 60? La respuesta más lógica sería ¿por qué no?, aunque hay muchísimas más, tan distintas como personales.
Jorge González es un odontólogo de 68 años que siempre tuvo el deseo de tatuarse, pero “por una cosa u otra” no se animaba. Admite que le “temía sobre todo al prejuicio”, hasta que se preguntó a sí mismo “¿qué voy a esperar?” Y lo hizo.
Sus cuatro hijos tienen tatuajes, pero fue la más chica, de 23 años y estudiante de arte, la que lo alentó y ayudó con el diseño. En abril de 2022 se tatuó el rompecabezas de un elefante en su brazo derecho, no sólo porque le gusta ese animal, sino también por la idea de que “nunca terminamos de armarnos del todo”.
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Luego se hizo dos tatuajes más: una carta y un mono, con alusiones a sus signos en los zodíacos occidental y chino, y ya está planeando un cuarto, que represente un corazón con forma de panal. Es que en marzo del año pasado le hicieron tres bypass, tras un infarto.
Algo tan simple como grabarse la piel puede tener implicancias profundas, como cumplir con un deseo postergado o celebrar que se superó una etapa difícil. También puede ser un maravilloso ejercicio de libertad personal.
Nuri Vizzera (69) se hizo su primer y único tatuaje –hasta ahora- a los 66 años. “Siempre quiero innovar”, reconoce esta mujer que arrancó una carrera universitaria cuando sus hijas ya eran adolescentes, siguió estudiando hasta hace muy poco y no duda en lucir mechitas de muchos colores en su pelo. Para un cumpleaños su familia le regaló una tarjeta que decía “vale por un tatoo”. Y allí fue, resuelta a imprimir en su antebrazo una monarca azul.
“Amo las mariposas por su transformación”, explica Nuri, que espera a que una de sus amigas se decida para tatuarse juntas el diseño de un gatito hecho con leños. “Cuando ella supo que me había tatuado me dijo ‘estás re loca’, pero ahora parece que se va a animar”, se entusiasma. En su grupo es la única que dio este paso: “Muchas creen que duele, pero no. Tenemos otras cicatrices, de las que se ven y de las que no. ¿Por qué no podemos tener un tatuaje?”
El diseñador y tatuador Martín Comoglio (54) no puede evitar pensar cuántas personas de más de 70 años reprimieron el fuego interno de haber escuchado a los Rolling Stone, a Kiss o a tantas otras bandas de rock, “por el deber ser. Por tabúes construidos o heredados”. Cree que la ruptura de esos condicionamientos no distingue entre géneros, pero sí considera que “la mujer despierta antes a la necesidad de tatuarse, por la influencia patriarcal del que tenía al lado y falleció, o se separó, o dejó de ser influencia”. Como sea, admite que “las veo en la calle con tatuajes que son recientes”, en una suerte de reivindicación del lema feminista: “Mi cuerpo, mi territorio”.
Para Martín también influye el ascenso del tatuaje “a una categoría de tratamiento estético”, alejada de esa “cuestión subterránea o marginal. En mi local tengo una habilitación municipal y un curso de bioseguridad, porque es tan importante como que yo sepa dibujar”. Él mismo, que comenzó a tatuarse a los 40 años, recuerda que antes “sentía que era un agregado a quien era, hasta que en un momento sentí que el tatuaje me faltaba y me iba a completar”.
De sus clientes más longevos destaca que tienen en claro lo que quieren y “llegan con menos temores, saben que la vida duele; si es un procedimiento dérmico habrá que bancarse esas tres o cuatro horitas. Es una inversión en algo que necesitan”.
Es que esa decisión tiene algo de “reivindicatorio”, destaca Comoglio, “de sentirse vigentes o vivos a niveles que nunca se permitieron”, para romper con la idea de que “no se puede ser grande, feliz, ni seducir”.
El paso del tiempo también esmeriló aquella idea de que un tatuaje es para siempre: “Hay tantos imponderables que hoy nada es eterno”, reflexiona Martín; “esa obra dura hasta que no te representa más”.
Coincide Salvarreyes en que muchos de quienes se tatúan por primera vez después de los 60 se preguntan “por qué no lo hicieron antes, si tenían ese deseo desde hace 30 años”.
También cree que “los hace sentirse más jóvenes, porque se permiten cosas que antes no estaban bien vistas”. De su experiencia en este tipo de historias rescata que “muchas mujeres vienen con sus hijas a hacerse algo juntas o incluso el mismo diseño”; mientras que los hombres acuden solos o con su pareja.
Es el caso de Cora Ardohain (59) y Daniel Miño (72). Juntos desde hace 26 años, conformaron una familia con los dos hijos de ella, los dos de él y uno en común. El año pasado decidieron tatuarse por primera vez animales autóctonos, ambos en el hombro derecho. Ella eligió un yaguareté y una orquídea. El, un puma.
“Con los años sentí ganas de tener algo que me acompañara para siempre”, confiesa Cora, que ante renegaba del “para siempre” y ahora disfruta de verse el tatuaje en el espejo: “Me da fuerzas, para eso lo hice; para alentarme a seguir cuando aflojo un poco”
¿Miedos? “Ninguno”, responde, “tuve tres hijos, cesáreas, soy donante de sangre permanente...”.
Daniel, que fue chapista y músico, nunca barajó la idea de tatuarse, hasta que Cora lo hizo y le preguntó si también lo haría. Ni lo dudó. Se decidió por un puma, por su presencia en distintos territorios del país y por esa idea de “salir a enfrentar la vida a diario. Estamos juntos en esa pelea”, cierra.
Gabriel siempre estuvo vinculado con el mundo del tatuaje, pero recién a los 64 experimentó con el primero, en un brazo: estaba entre un león y Salvador, su perro collie. Se decidió por este último: “Es mi perro, lo quiero y está viejo”.
“Cuando yo era joven no había tatuajes que valieran la pena, pero ahora veo trabajos de mucha calidad”, cuenta, aunque también influyó el hecho de que a sus hijos les pidió no tatuarse hasta después de los 18, cuando tuvieran una personalidad o gustos “más estables”.
“Ahora me dan la razón”, acota, convencido, de todos modos, “que tatuarse no es una decisión tan trascendente ni un cambio de vida. Es apenas un tatuaje”. Ya planea hacerse, por lo menos, uno más.
Nuri (69), a los 66 años se tatuó una mariposa monarca azul y espera sumar otro grabado junto a una amiga
Jorge. Se tatuó por primera vez a los 65, un elefante. Es odontólogo, le gusta cocinar y quiere abrir un restaurante
Martín Comoglio. “Influye que el tatuaje haya ascendido a tratamiento estético”
Mariano Salvarreyes. “Se corrió el límite de vida y eso está buenísimo”
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