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Gustavo Perilli *
Gustavo Perilli *
El martes 10 de diciembre de 2019, el dólar blue cotizó a $69,5 para la venta, mientras que el viernes 23 de octubre de 2020 cerró a $195. ¿Hubo algún error en el registro de los datos? No. ¿Era el mismo mercado? Si. Desde una óptica absolutamente concreta, la situación era inadmisible y escalofriante porque, en sólo diez meses, el precio de la moneda estadounidense aumentó 180%. Quizás lo peor era que, en paralelo, en esos 300 días el Banco Central de la República Argentina (BCRA) había perdido U$S 4.350 millones en concepto de reservas internacionales (U$S 5.000 millones según los datos de principios de noviembre). Pese a que siempre se consideró marginal (e ilegal) a ese mercado paralelo (porque por ahí pasaba poca operatoria cambiaria), todas las alarmas se encendieron cuando se llegó a la conclusión que las expectativas ya estaban en un profundo estado de ebullición. No se equivocaban. Pese al esmero oficial por explicar que por el oficial pasaba el grueso del mercado cambiario, en la plaza no sólo no se tenía como referencia al dólar de $80 (ni al $135), sino que ya estaba arraigado en la psiquis social el número de $195 e incluso el de $200 gracias al redondeo y el arduo trabajo de quienes por esas horas decoraron con detenimiento el mundo de las profecías autocumplidas. Los sacudones provenían de todas las direcciones, pero, primordialmente, de las filas de los que levantaban los estandartes de las (vanas) ideas vinculadas a la necesidad de libertad (civil y de mercado) y la defensa de las instituciones de la República. Fundamentalmente, la movida era política.
Con suma sensatez, desde lo oficial se reconoció que algo debía hacerse. En este aspecto, octubre se transformó en el mes bisagra porque, en esencia, se empezó a pensar que debía extinguirse ese incendio para proteger tanto al BCRA como a los logros obtenidos en el campo de la economía real, confirmados por los datos de industria difundidos por el INDEC. Como justificación del “volantazo”, quedó bien en claro que las medidas de septiembre habían sido contraproducentes. Las restricciones adicionales (las acciones directas sobre la demanda), restaron liquidez, introdujeron volatilidad y exacerbaron la tensión cambiaria. No frenaron al blue, ni al proceso de erosión de reservas internacionales del BCRA y confirmaron que ese terreno es sumamente sensible e inestable porque, como señalaba el profesor Robert Boyer, “uno de los dramas de la Argentina se puede describir diciendo que la liebre de las finanzas corre mucho más rápido que la tortuga de la modernización productiva, al punto tal de causar el derrumbe del propio sistema productivo (Boyer, 2006)”.
El BCRA perdió aproximadamente U$S 2.670 millones (poco más del 50% de la señalada filtración de todo el año). La liebre había alcanzado velocidades intolerables para las autoridades porque no había razones técnicas que ameritaran esa corrida. ¿Qué debía hacerse? Encapsular una volatilidad que, en rigor, estaba despedazando la frágil anatomía del mercado de cambios, alterando las expectativas, inflando los precios absolutos, dislocando los precios relativos e instalando la idea que la resistencia de la política económica pronto se desmoronaría. Concretamente, debía eliminarse el exceso de pesos creados durante el año para asistir al Tesoro, emitidos para financiar la cruzada orientada a mantener los escasos signos vitales de la economía, el nivel de empleo y el bienestar social. La lectura que impulsaba la impresión de dinero era lógica y aceptada porque el BCRA era la única fuente de financiamiento cuando apareció la pandemia. El sobrevuelo de la estanflación, el default y el cepo instalado siete meses antes, impedía cualquier otra alternativa. Al mes de octubre, la asistencia financiera del BCRA al Tesoro a través de adelantos transitorios y giros de utilidades había superado la suma de $ 1,6 billones. Claramente, se necesitaban instrumentos financieros trabajando en un doble frente: captar fondos en el mercado para cerrar la brecha financiera anual del sector público y absorber los excesos de liquidez que al público le permitían comprar dólares a través de las modalidades conocidas.
Hacia fines de octubre, se comunicaron emisiones de bonos y letras en pesos ajustables, en general, por dólar, CER y BADLAR que consiguieron esos objetivos (en especial, el de reducir el voraz e inmediato apetito por la demanda de dólares). Se había reducido el parking (entre la compra y venta de bonos para quedarse con los dólares) y también se anunciaron licitaciones de bonos por U$S 750 millones como parte de una suerte de “pacto de caballeros” para facilitarle la salida a los fondos de inversión que habían confiado en la política económica del Gobierno anterior y que, por la suba del tipo de cambio, quedaron varados. En ese esfuerzo político por brindar señales al mercado, se anunció que el Tesoro no recibiría más adelantos transitorios del BCRA en lo que queda del año. Pese a que no se hizo referencia al giro de las utilidades, la información resultó suficiente para desarticular la suba del tipo de cambio en todas sus versiones e, incluso, retomar, incipientemente, el proceso de acumulación de reservas. Sin abandonar la naturaleza de su política económica, ni soslayar el rechazo por el financierismo y sus propósitos coactivos, el gesto político en el ámbito económico llegó a tiempo (antes habría sido mejor).
En este marco más distendido, el próximo martes llegará la misión del Fondo Monetario Internacional (FMI) con su habitual impronta. Logrando adelantos en la reprogramación de la deuda con el FMI, la descompresión de octubre podría instalarse en el imaginario como un principio de una solución de estabilidad y borrar la idea anterior del veranito previo a la tormenta. Se abre así una oportunidad para ponerle un bozal a la liebre de Boyer. Por esa razón, es absolutamente necesario que política y economía sintonicen y despejen dudas en lo que queda de 2020 con el objeto de aterrizar suavemente en un necesario y estable sendero de crecimiento económico en 2021.
* Docente de la UBA
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