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Cinco días antes de ser secuestrado y asesinado ocurrió algo en un balneario de Pinamar. La Justicia nunca tiró de la punta de ese hilo por el crimen del reportero
La noticia sobre el testigo, que pudo ser clave en la investigación del crimen de Cabezas
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
El gomero volvió a acariciar las heridas que tenía el neumático y sacudió la cabeza, como queriendo espantarse un pensamiento turbio.
-”En qué andará este tipo”, pensó, pero no lo dijo. En cambio le largó al cliente un diagnóstico severo, una mezcla de reproche y advertencia, como si la víctimas tuviese la culpa de ser víctima.
-”Mirá, esto no es una pinchadura común. Esto te lo hicieron”.
El horror que la crónica policial argentina conoce como Caso Cabezas (de alguna manera impune si se tiene en cuenta que todos los condenados hoy están libres) quedó con varias cuestiones sin resolver. Puntos oscuros, rendijas por donde se coló el agua sucia de la impunidad. Esa impunidad que el mismísimo Alfredo Yabrán definiera públicamente como la representación del poder.
Después de aquel sospechoso hallazgo de la cámara de fotos que sus secuestradores y asesinos le habían quitado a Cabezas, la investigación se topó con la punta de un ovillo del que no supo o quiso tirar con fuerza para llegar a otros complotados en el crimen o, cuanto menos, en las complicidades ideológicas en que se cocinó.
El 17 de enero de 1997 Pinamar vivió una de sus mejores jornadas de playa. Ni una nube, apenas un poco de viento y una temperatura que sorprendía por su cercanía a los 29 grados. La playa de estacionamiento del balneario Bacota era un horno con piso de conchilla. Debajo de una sombrilla con la propaganda de una cerveza, sentado en una de esas sillas tijera, un pibe de unos 20, 25 años miraba atento, detrás de sus anteojos de sol. El de organizar el estacionamiento y cuidar los autos no era lo mejor que hubiese querido conseguir, pero era un trabajo que además de la paga acordada aseguraba propinas. De vez en cuando podía contar con un breve relevo para ir al baño, tomar agua helada en el restobar o hasta refrescarse con una zambullida. El balneario Bacota era uno de los lugares elegidos por Alfredo Yabrán y parte de su familia, especialmente por su hija, Melina.
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Cerca de las tres y media de la tarde un Ford Fiesta color gris, castigado por la arena, con las costras que dejan las salpicaduras de esos charcos viejos que resisten en algunas calles de arena hasta varias semanas después de la última lluvia, se estacionó cerca de la entrada. Del auto bajó un tipo al que el pibe ya había visto antes. José Luis Cabezas saludó, se acomodó el morral y enfiló para la playa.
Ni cinco minutos pasaron cuando llegaron las dos camionetas negras. Altas, lustrosas, de neumáticos que parecían mostrar los dientes. De la primera camioneta bajaron tres personas. Una se agachó junto al Ford Fiesta y se oyó como un latigazo. Los otros dos hombres se quedaron de pie, mirando a un lado y a otro, vigilantes. El del latigazo se paseó agachado por las otras tres ruedas. Antes de subirse otra vez a la camioneta se paró en medio de la playa de estacionamiento y miró al cuidador y ensayó una especie de saludo con la lezna que llevaba en una mano. Se la pasó por la garganta sin dejar de mirarlo fijo. Y se fue.
Un rato después, pasadas las siete de la tarde, cuando Cabezas regresó al Ford Fiesta y lo vio en llantas, el cuidador ya no estaba. Un poco porque había terminado su horario y otro poco porque no quería estar ahí cuando llegara el dueño del Fiesta.
El daño causado a las cubiertas del automóvil que José Luis Cabezas usó ese verano en Pinamar formó parte del expediente judicial pero los investigadores nunca lograron sacarle punta.
El gomero que le dijo a Cabezas “esto te lo hicieron” nunca declaró. Y nunca pudieron ubicar al cuidador de autos que vio el atentado y que tuvo cara a cara al hombre de la lezna.
En el invierno de 1997 la causa judicial por el caso Cabezas transitaba por uno de sus puntos críticos. Se formaba un grano que terminaría de reventar cuando la por entonces esposa del oficial Gustavo Prellezo le diría al juez que su marido le había dado señales de que Yabrán habría ordenado la muerte de Cabezas. Y eso alcanzó para librar una orden de detención internacional contra el empresario, que no pudo cumplirse.
En medio de esos sacudones judiciales la historia “del pibe que vio” pasó casi desapercibida, a pesar de su importancia en esa historia de violencia e impunidad que fue el caso Cabezas.
Una tarde del crudo invierno de 1997 alguien dejó un mensaje en el Hotel Plaza, de Dolores, donde se acantonaba la mayoría de los periodistas que cubrían las instancias judiciales que se desarrollaban a pocos metros de ahí, en los Tribunales dolorenses. Era apenas un teléfono de contacto que condujo a un encuentro en el bar de una estación de servicios en la entrada a Pinamar.
El hombre, nacido en La Plata pero aquerenciado en esas playas, contó una historia sencilla pero aterradora.
“Ustedes han publicado que una semana antes de que lo mataran, a Cabezas le pincharon las cuatro gomas del auto. Y es verdad, un pibe vio cuando lo hacían y desde entonces no ha podido con la impresión, con el miedo, la culpa, o el remordimiento por no haberlo contado”.
El siguiente paso fue otro encuentro en una casa de residencia permanente en medio del Bosque, camino al Golf. Una pareja joven terminaría de redondear la historia.
El pibe que “vio todo”, contarían, era una especie de pariente lejano que había pedido alojamiento para pasar aquel verano trabajando en plan de ahorro porque, fantasía o no, aquellos pesos de 1997, eran dólares. El pibe era docente y vivía en un pueblo del interior bonaerense.
Hasta que la noticia del asesinato de Cabezas no había reventado en los diarios y las pantallas del mundo, “el pibe que vio” no abrió la boca. Aseguran que se juramentó contarlo si veía que la investigación avanzaba. Pero algo hizo que desconfiara de ella y estuvo meses encerrado en un silencio pesado, que lo abrumaba. Sobre todo después de una de las últimas tardes de aquel enero cuando, dijo, el hombre de la lezna se le apareció otra vez en la camioneta gigante y lo saludó como si fuesen viejos conocidos.
En los primeros días de febrero de ese verano sangriento, el chico del estacionamiento armó el bolso y regresó a su pueblo. Pero antes descargó en sus anfitriones toda la angustia por lo visto esa tarde.
Pero antes, “el pibe que vio” recibiría otras señales.
“Una tarde se le acercó un hombre y sin agua va le preguntó si había visto lo que le había pasado a Cabezas. Y él se quedó mudo, se encogió de hombros y no dijo una palabra como dando por sentado que había recibido el mensaje”, contaría una de las personas que alojaron “al pibe que vio”.
“Nosotros también tenemos miedo y nos sentimos responsables por la seguridad de él, porque confió en nosotros, en sus únicos amigos acá en Pinamar”, contaría la dueña de la casa donde se alojó “el pibe que vio”.
Enterados de la historia y conscientes de que el testigo no confiaba en la policía, dos periodistas buscaron la forma de contactarlo. Pero no contaron con que alguien más sabía de su existencia y esa búsqueda se volvió peligrosa.
Los periodistas que cubrieron de punta a punta el Caso Cabezas siempre fueron conscientes de que todas sus conversaciones eran escuchadas por “alguien”. No era difícil “pinchar” aquellos viejos Movicones y aprendieron a vivir con ello. Incluso en el anecdotario quedaría lo ocurrido una noche en que varios escribas se pusieron de acuerdo para pasarse “el dato” de un supuesto allanamiento en la sucursal de OCA (la por entonces empresa postal del Grupo Yabrán) de Dolores. El lugar estaba a pocos metros de un modesto restorán donde varios periodistas habían acordado con el dueño un menú económico y cenaban repartidos en varias mesas. El supuesto “dato” del allanamiento a OCA disparó, en cuestión de minutos, una movilización de patrulleros pintados y otros de los llamados “no identificables” que se atribuían al entorno del poderosos empresario. Todos iban raudos hacia el lugar del supuesto procedimiento del que acababan de enterarse. Desde el ventanal del restorán, los trabajadores de Prensa de los teléfonos pinchados no entraban en su asombro. Aunque lo sospechaban, no creían que la broma iba a tener semejante resultado.
De ese anecdotario de “gente rara” respirando en la nuca de los periodistas, se recuerda al hombre que se escondía detrás de un árbol frente al local de la única casa de fotocopias que por entonces funcionaba en Dolores. Cada vez que un periodista entraba a hacer copias, el tipo entraba a ver de qué se trababa el asunto.
En ese contexto, el dato del “pibe que vio” no tardó en llegar a la investigación formal y la paralela. Y por eso se convirtió en un asunto peligroso.
En la segunda semana de junio de 1997 en uno de los intentos por llegar al “pibe que vio”, quien escribe, enviado de EL DIA y el colega Andrés Klipphan, por entonces del diario Página 12, cruzaban en un Renault Twingo la ruta 56 cerca de General Conesa bajo una lluvia que apenas dejaba ver unos metros adelante. Un Jeep Rangler, una máquina con un motor de 4 litros y varios caballos de potencia intentó varias veces sacarlos del camino.
“Fue una prueba más de la impunidad, de la esencia del poder como le diría Yabrán al doctor Mariano Grondona cuando le preguntó qué era el poder”, recuerda Klipphan.
Los intentos del misterioso Rangler por provocar un accidente terminaron cuando el Twingo consiguió estabilizarse sobre una de las banquinas y quedar ahí, bajo la lluvia torrencial.
La búsqueda del “pibe que vio” duró varias semanas hasta que una madrugada alguien recibió un llamado telefónico que dio por terminada la búsqueda. Del otro lado de la línea una voz angustiada pedía por favor que se olvidaran del asunto.
El “pibe que vio” nunca declaró en la causa.
Pudo haber contado cómo era el hombre de la lezna y hay quienes creen que ese dato pudo haberle dado otro giro a la causa.
Pudo, pero no pudo.
El dato del “pibe que vio” no tardó en llegar a la investigación formal y la paralela
En los primeros días de febrero el chico del estacionamiento armó el bolso y regresó a su pueblo
La noticia sobre el testigo, que pudo ser clave en la investigación del crimen de Cabezas
La primera foto pública de Yabrán y su mujer en la playa. Lo retrató José Luis Cabezas / Perfil
Pinamar se vio convulsionada por el crimen del fotógrafo / archivo
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