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Un hito cultural y social

Un hito cultural y social

Cecilia Sives (*)

12 de Junio de 2022 | 03:09
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Poco había pasado desde la vuelta a la democracia en la Argentina, y el despertar social demandaba cambios. Así, primero fue en el año 1985 la ley 23.264 denominada de Patria Potestad, la cual ponía en un pie de igualdad a los hijos nacidos dentro y fuera de un matrimonio.

Debieron pasar más de 100 años desde la sanción del Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield para que la otra demanda social se plasmara en Ley. El camino recorrido hasta su sanción tampoco fue sencillo, una sociedad, profunda y marcadamente patriarcal y clerical que no concebía que el matrimonio tuviera un fin, y menos aún que las personas volvieran a contraer nuevas nupcias y no por viudez sino porque se hubieron divorciado.

El 12 de junio de 1987 entró en vigencia la Ley 23.515, de Divorcio Vincular. Su sanción fue compleja, dividió a la sociedad, la puso en crisis; o se legislaba para toda la sociedad o se tenía el reproche de la Iglesia Católica. Los debates en las calles, en los medios de comunicación y obviamente en los parlamentarios de la época así lo plasmaron.

La ley Divorcio Vincular, fue todo un hito, no sólo para el derecho de familia, sino desde lo cultural y social; no solo fue la posibilidad de dar punto final a un matrimonio que solo era desde lo formal pero no en lo real, sino darle legalidad a las familias de hecho que se habían conformado por años y no podían acceder al matrimonio, pues uno o ambos integrantes estaban casados previamente, y vivían en lo que se denominó “concubinato”.

Para los que transitaron durante esa época el devenir judicial de un proceso de divorcio no fue nada fácil, más allá del rompimiento familiar; significaba un largo peregrinar por los estrados judiciales, a fin de probar por qué se ponía fin al matrimonio, a un matrimonio que ya estaba roto antes de la sentencia.

Una sociedad que incluso tenía una mirada sesgada, pacata y discriminatoria hacia “el/la divorciado/a” como si fuera una tacha a su identidad personal, y sus hijos también debían crecer con esa mirada del “hijo de padres divorciados”. ¿Cuántos de nosotros crecimos, fuimos adolescentes y adultos, que por lo bajo decíamos… “sus padres se divorciaron? Cual si fuera una tacha, otro/a diferente, pero tan igual en su humanidad. ¿Quiénes no recuerdan los casamientos “vía México”, pero que no tenían un marco de legalidad en la Argentina. ¿Cuántos decían que con la ley de divorcio la sociedad se quebrará y se llenarán los juzgados de juicios? No fue así pese a todos los pronósticos agoreros, lo real es que fue un acto de justicia para todas las familias que debían ver reflejados su amor en su seno familiar, padres que luego eran abuelos y recién en ese entonces pudieron acceder al matrimonio.

Tan distante parece ser la sociedad Argentina de aquel 1987 a la de este siglo 21, más madura, más empática a otro/a ¿quizás? Vimos también otros cambios como el matrimonio igualitario en 2010 y llegamos a agosto 2015, a una modalidad diferente de divorcio, más acotada sin tener que desentrañar los pormenores internos de por qué se pone fin a un matrimonio. Quizás es simplemente darse cuenta que ya no hay proyectos en común como pareja, y digo quizás pues no es menos doloroso saber que un matrimonio llegó a su fin.

(*) Profesora Adjunta de Derecho de Familia y Sucesiones de la facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP

 

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