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La relación de la danza con las otras expresiones culturales y con la esencia del ser humano. Dibujos en las cuevas de la Antigüedad. Testimonios de Anna Pavlova, Beckett, Voltaire y otros artistas y filósofos
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
Está grabado en los muros de las cuevas prehistóricas: entre las primeras cosas que hizo la humanidad fue bailar. En la madrugada de la vida, unos 30 mil años antes de Cristo, alguien pintó sobre piedras a figuras humanas bailando. Y desde entonces hasta hoy sigue, sigue, sigue el baile.
Una diosa de la danza, Anna Pavlova (1991-1931), dijo que “un bailarín baila porque su sangre bulle en sus venas”. Después de verla danzar, un crítico comentó sobre ella que “los cisnes quisieran morir como la Pavlova en el escenario”.
Pero ella no sólo fue una intérprete, sino una intelectual del arte. Esta frase con alas que escribió la Pavlova puede definirla, ya que excede su profesión y le concierne a todos: “La felicidad es como una mariposa que aparece y nos deleita por un breve momento, pero pronto revolotea lejos”. La idea del vuelo siempre acompañó a la danza.
El baile como instinto, como adoración a la vida y latido inaugural del arte. Así habrá sido, para la humanidad asombrada ante la luz y el canto de la Naturaleza. Muchos miles de años después el dramaturgo irlandés Samuel Beckett (1906-1989) propondría una fórmula de existencia: “Baila primero. Piensa después. Es el orden natural”.
En Egipto los arqueólogos hallaron tumbas antiquísimas adornadas con dibujos de bailarines y lo mismo fue hallado en monumentos funerarios de Bhimetka, en India. Desde entonces no existió civilización humana en la que el baile no formara parte de sus mejores representaciones.
Está retratado en la Ilíada y en la Odisea, en el dibujo de los bailes colectivos en Grecia, con hombres y mujeres en ronda tomados de la mano. En la Antigua Roma bailar no estaba bien visto, sobre todo entre los varones, aún cuando se practicaban las llamadas danzas guerreras. En la República, en cambio, las mujeres participaron más y creció el número de mujeres que se convirtieron en buenas bailarinas.
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El baile se conectó con la música, con la literatura, con todas las expresiones artísticas. Apenas iniciado el siglo XX ya despuntaba el cine, acaso como la más popular fusión de todas las artes. Pintura, danza, literatura, música, todo entraba y se comprometía en el espacio de una pantalla.
Y en la pantalla aún muda un hombre creador, con un sombrero, un bastón y un par de zapatones también negros, le hizo lugar al baile en una imagen que se volvió universal. A esa escena se la llamó en España “el baile de los panecillos”, y así viajó por los demás países.
Se habla de Charles Chaplin (1889-1997), en “La quimera del oro”. Filmada en 1925, también producida y dirigida por él, a Chaplin se le ocurrió ensartar dos pequeños panes en sendos tenedores. Si alguien quiere ver esa maravilla onírica, puede hacerlo fácilmente en internet.
Chaplin tomó los tenedores por el mango, uno en cada mano y, en el extremo del cubierto, guionados por su creatividad, los panes comenzaron a bailar: en puntas de pie, con los tacos, saltando para exhibir la delicadeza de un ballet clásico que se volvió inevitablemente popular, puesto que el titiritero era nada menos que aquel talentoso vagabundo, siempre hambriento, siempre saciado de originalidad.
Aquel gag gustó tanto que, por el resto de su vida, adonde iba Chaplin, sobre todo si era a un restaurante, los asistentes le pedían que repitiera el “baile de los panecillos”. En las redes también se puede ver a un Chaplin ya canoso reproduciendo la escena, con la misma calidad con que lo hizo en “La quimera del oro”. Para eternizar ese milagro, sólo le hicieron falta dos tenedores y dos panes.
El cine también gozó del aporte de dos genios: Fred Astaire (1899-1977) y Gene Kelly (1912-1996), envidiados inclusive por las grandes figuras del ballet clásico. En París un crítico se acercó una vez al dionisíaco Rudolf Nureyev y le preguntó casi en sorna, esperando que demoliera al bailarín estadounidense “qué opina de Fred Astaire”. Y el dios soviético de la danza le respondió con total seriedad: “Es el mejor bailarín del mundo”. Por si quedaban dudas, agregó: “No sólo era el mejor bailarín de salón o de claqué, era simplemente el mejor y más imaginativo bailarín de nuestro tiempo”. Por su parte, Kelly –el de Bailando bajo la lluvia- siempre valoró que los críticos lo hubieran calificado como “el nuevo Fred Astaire”.
En el caso de nuestro cine nacional, aquella persona que se encuentre triste, pasando acaso por un momento de depresión, puede ver también en las redes a Niní Marshall (1903-1996) parodiando en una película “La muerte del Cisne”. Sus aleteos agónicos merecen figurar en las más destiladas antologías del humor.
Niní no fue olvidada, como se cree. Y mucho menos su personaje, Catita. Hay lingüistas que vienen estudiando el idioma de Catita, tan popular y a la vez tan artístico. No sería raro que pronto aparezca alguna edición resonante sobre esta creadora que también tuvo mucho de chaplinesca.
Entre los escritores que admiraron el baile, ya fueron mencionados Homero y Beckett. Claro que hay muchísimos más y entonces es cuestión de optar por algunos nombres como, por ejemplo, el de severo alemán Federico Nietzche (1844-1900).
Se dice que siguiendo a Sócrates, Nietzsche sostuvo que había que bailar siempre, solos o acompañados. “Deberíamos considerar perdidos los días en que no hemos bailado al menos una vez”, dijo el filósofo.
También fue devoto del baile un intelectual perfectamente serio como Voltaire
En un estudio sobre Nietzsche y el baile, dijo el escritor Juan Yuste: “Todos estamos familiarizados con el pronunciamiento de Nietzsche sobre Dios y el baile (“Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”), pero su obra está repleta de elogios a esta práctica (bailarines dionisíacos, sátiros danzantes, hombres, mujeres y niños que bailan sin cesar) y él mismo fue un bailador solitario”.
“Para él la libertad nunca es más participativa, en el sentido en que podemos elegir cómo fluir con el flujo del mundo, como lo es en el baile. Bailando uno entra en el ritmo de las cosas, del viento, del pulso de la vida que siempre es el mismo pero está a disposición del libre albedrío del cuerpo”
El cuerpo es pura materia, sólo físico, pero en su interior está el espíritu y el baile es el que pone ligeros los pies y casi los convierte en alas. Detrás de Nietzsche estaba Sócrates
El baile se conectó con la música, con la literatura, con todas las expresiones artísticas
El filósofo griego, -añade Yuste “al darse cuenta de que un cuerpo era mucho más hermoso en movimiento total y gracioso que en mero descanso, aprendió a bailar cuando ya era viejo, a los 70 años. Recordemos que también dijo que: “La música y el baile son dos artes que se complementan y forman la belleza y la fuerza, que son la base de la felicidad”.
También fue devoto del baile un intelectual perfectamente serio como Voltaire (1694-1778), que pese a esa condición sostuvo: “Déjennos leer y déjennos bailar; estas dos diversiones nunca le harán ningún daño al mundo”.
Hay hombres y mujeres que al bailar se diría que intimidan, que crecen en altura, que se comen los ojos de la platea como ocurrió con Antonio Gadés y la Polaca, su partenares. Hay hombres y mujeres que enamoran al público y lo hacen sonreír para siempre, Fred Astaire y Ginger Rogers. Y están los bailarines modernos, que hacen pensar, que se mueven al ritmo de su psicología, de su ego profundo.
¿Se puede ser varón, se puede ser mujer, y no bailar? Claro que se puede, pero habrá pudor y aislamiento en los que no bailan, habrá el castigo de una intimidad insegura, de una alegría posible y no nacida, de una compañera o un compañero menos, que se perderán para siempre en ese instante de deserción. Y una mujer y un hombre habrán dejado de volar, de hallar el secreto de la común armonía en el movimiento del baile.
“El baile de los panecillos” que hizo famoso Charles Chaplín/web
Fred Astaire y Gene Kelly
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