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Sentado en una pequeña banqueta de tela camuflada, el general retirado Henry Torres (foto) hace una pausa en las labores de jardinería. Plantar árboles forma parte de su pena por 303 asesinatos cometidos por militares bajo su mando en Colombia. “Estamos restaurando no solo un ecosistema, sino tratando de minimizar ese daño que causamos. Era una forma de resarcir un daño sin estar privado de la libertad”, dice el excomandante de la XVI brigada, de 61 años, responsable de cientos de ejecuciones a sangre fría que el Ejército usó para inflar resultados en el conflicto armado.
Apartado de las fuerzas armadas por estos crímenes, viste un overol como cualquier empleado del vivero donde trabaja, en el oeste de Bogotá. Colombia ensaya un inédito programa de “justicia restaurativa” que imparte sanciones alternativas a la cárcel para los máximos responsables de crímenes de guerra. Surgida del histórico acuerdo de paz de 2016 con la guerrilla FARC, la iniciativa causa recelo entre algunas víctimas: “Venga y siembre árboles... eso es absolutamente insuficiente, una especie de burla”, reclama Margarita Arteaga, hermana de Kemel Mauricio, asesinado en 2007 por uniformados que lo presentaron como un extorsionista abatido en un supuesto intercambio de disparos.
Entre 2002 y 2008 unos 6.400 civiles fueron ejecutados por militares que, a cambio de recompensas, los presentaron como delincuentes o guerrilleros abatidos en combate, según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal creado para juzgar los peores crímenes del conflicto.
“Estamos tratando de reconciliar nuestra sociedad después de una guerra gravísima. Es muy novedoso y muy complejo”, explica a la AFP el presidente de la JEP, Roberto Vidal.
Iniciativas como “Siembras de paz”, en la que participan 46 militares, son “pilotos, proyectos con los que estamos tratando de aprender cómo se monta esto”, sostiene el juez.
Bajo el sol en Bogotá, una docena de hombres despeja a machetazos la maleza. Los más jóvenes alistan el terreno, mientras Torres y otros militares de mayor edad preparan arbustos para reforestar el bosque.
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“Buscamos con estos trabajos sanar esas heridas (...) transformar el daño causado”, dice el mayor retirado Gustavo Soto. El año pasado afrontó a los allegados de 85 civiles asesinados por una unidad bajo su mando en el departamento de Casanare (centro-este). “Fue bastante difícil”, recuerda.
A comienzos de los años 2000 formó parte de la lucha contrainsurgente del gobierno derechista de Álvaro Uribe (2002-2010). “Infortunadamente, lo que se pedía era resultados demostrados en bajas en combate (...) era como nos evaluaba el mando superior”, relata el mayor.
Hoy combate al retamo espinoso, un arbusto invasor en una represa cerca a Bogotá. Las espinas son largas y capaces de penetrar el grueso overol, explica Soto, de 52 años.
Torres y Soto estuvieron presos por los asesinatos cometidos. La JEP les otorgó libertad a cambio de contar la verdad y participar en iniciativas como Siembras de Paz.
Acuden voluntariamente por cinco horas, bajo supervisión del tribunal. Cada día será reconocido como pago “anticipado” de la sanción de un máximo ocho años que impondrá la JEP.
Expertos cuestionan si estos proyectos implican “restricciones efectivas de libertades y derechos” distintas a la cárcel, como fue previsto en el pacto.
“Van a estar sometidos a un sistema de vigilancia por parte de la JEP, puede traducirse incluso en el uso de mecanismos electrónicos” como “seguimiento con los celulares”, defiende Vidal.
Para Margarita Arteaga, los militares “hicieron el negocio de su vida” al acogerse a la JEP. Su hermano era artesano y aficionado al punk, tenía 31 años en febrero de 2007 cuando llegó a una ciudad petrolera de Casanare a probar suerte vendiendo pendientes y collares.
Un mes después, militares lo raptaron en un bar y lo ejecutaron en una zona rural. Pidió que le dispararan de frente, sobrevivió y fue rematado en el suelo, supo su hermana mayor de boca del asesino durante una audiencia de la JEP en 2023.
“Le plantaron una granada y un revólver”, recuerda entre lágrimas la mujer.
“Puedo entender lo simbólico del asunto de los árboles, pero no repara”, reclama la vocera de la Asociación de Víctimas de Casanare por la Paz.
Cuestiona que el programa tenga lugar a unos 200 kilómetros de donde ocurrieron los asesinatos y sostiene que los militares han ocultado torturas a sus víctimas.
La violencia de varios grupos armados, incluidos rebeldes que se apartaron del acuerdo con las FARC, obligó al tribunal a situar el programa en las afueras de Bogotá, explica Vidal.
Ya están andando otras dos iniciativas de justicia restaurativa. En una, los comparecientes reconstruyen un centro cívico indígena. En la otra, educan sobre los peligros de las minas antipersonales.
Para Arteaga, se necesita más. Como parte de su sanción, Torres y sus subordinados deberían visitar batallones “contándole a los soldados en formación lo que hicieron y lo que no debe ocurrir”, propone.
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