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Por JOSÉ MARÍA TAU
josemtau@fibertel.com.ar
La media sanción del proyecto de ley que modifica sustancialmente derechos y garantías de la madre, embrión y feto era previsible.
Sin embargo, cualquiera con avidez de sinceridad podrá compartir algunas frustraciones.
Por ejemplo, no haber escuchado de los diputados, algo acerca del exacerbado individualismo que surfea sobre las olas del deseo con el potentísimo viento del “tengo derecho a todo”, hasta llegar a considerar reaccionaria la mera palabra responsabilidad.
De la hipersexsualidad reinante, frente a la cual puede resultar impotente la intención de prevenir embarazos.
Del autonomismo, frente al cual padres y autoridades parecen perplejos (los mismos diputados perdieron su oportunidad de dar ejemplo de civismo, al no negarse a debatir mientras no cesaran las tomas de colegios… y una lección de que en democracia no se gobierna en base a ese tipo de presiones)
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De la sospecha siquiera, que el mismo goce transgresor que reformuló ya jurídicamente familia, matrimonio, indisolubilidad, fidelidad, identidades sexuales y la voracidad de los mercados, estén ahora camuflados bajo un color tan significativo para las mujeres, o distorsionen su genuina pretensión de revisar el actual sistema penal.
Pero la mayor frustración es que prevaleció la razón extrema. Esa que –como recordaba Sabato-, torna finalmente irrazonable cualquier argumento.
El votado “dictamen de consenso” no se limitó a desincriminar hasta un determinado momento la interrupción voluntaria del embarazo (IVE), o dejar librada hasta entonces la suerte del embrión a la conciencia de la madre.
Es cierto que, de convertirse en ley, esa facultad de “maternar o no” hasta la semana 14 de gestación quizá llegue a la Corte, que resolvería su compatibilidad con normas que consagran la protección jurídica y derecho a nacer desde la concepción (el propio proyecto las cita, sin modificar ni derogar, como la ley que aprobó la Convención de Derechos del Nino, o el Código Civil).
Y seguramente podrán impugnarse otras disposiciones, como el modo tan coercitivo de regular la objeción de conciencia, el trámite exprés para las prestaciones abortivas, o su cobertura universal y sin límites.
Se argumentará entonces que, si bien la Convención Americana sobre Derechos Humanos identifica ser humano y persona, la Corte Interamericana había ya objetado en “Artavia Murrillo” que se considere tal al embrión, estimando que su protección jurídica debía ser “gradual e incremental”.
Pero el proyecto que tratará el Senado deja al feto jurídicamente desprotegido también a partir de la semana 15, según la redacción de las causales de exculpación del aborto en fecha posterior.
Sin paralelo en las legislaciones comparadas, permite abortar hasta el noveno mes. Ni menciona siquiera la posibilidad de un parto anticipado.
Primó ese extremismo militante que intenta negarle también al feto maduro carácter de persona, al considerarlo una parte más de la mujer. Un conjunto de células….
Al no reconocerlo como miembro incipiente de la comunidad humana tampoco resiste el test de justificación ética. Semejante exceso de autonomismo se lleva puesta a la Antropología y hasta la mínima conciencia moral.
No debe sorprender, entonces, que en los minutos finales de aquella maratónica sesión, se escuchara a una Diputada preguntar por qué no se suprimía el aborto del Código Penal.
Al tipificar determinada conducta como delito, el orden jurídico tutela bienes esenciales. ¿Hay algo más primordial que la vida ? ¿ Y esa vida frágil ?
Hace unos días fue noticia la aparición del cadáver de un feto de seis meses en el Parque Ecológico.
Dejando de lado la persona del Diputado que aludió al “cementerio de fetos” –mereciendo la burla de un afamado periodista- la dignidad humana no admitiría que terminen en la bolsa de nailon rojo, con los desechos patológicos. O, peor todavía, en un mercado internacional que ya es preocupante en aquellos “países avanzados”.
¿Por qué entonces, el proyecto mereció media sanción ? Tal vez porque el objetivo de la razón extrema, propio de las militancias, no es la convergencia o superación, sino, por el contrario, el conflicto, la ruptura.
Si se comparte esta apreciación, aquél día podría llegar a recordarse como histórico, pero también histérico. Y por otra frustración: la de las mujeres (y hombres) que adoptaron como lema “por el derecho a decidir”, entendiendo que se trataba de despenalizar la interrupción temprana, acceder al aborto farmacológico, o evitar muertes de gestantes sin recursos. No de “pulsión destructiva”.
Antes que Freud (quien prefirió hablar de “pulsión de muerte”) esa pulsión fue estudiada por Sabina Spielrein, psicoanalista rusa de origen judío ampliamente conocida por aquella película titulada, justamente, “Un Método Peligroso” (2011). Tan peligroso, acaso, como para el futuro de los derechos humanos la pretensión de avanzar “ampliando derechos” omitiendo toda noción de deber y sensatez.
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