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Raúl Kraiselburd | Director de EL DIA
La obligación de sintetizar en pocas palabras un hecho o una situación en los titulares a veces genera simplificaciones que pueden conducir a errores. Ayer en primera página un título del diario decía: “Se acumulan pruebas que complican a los rugbiers”. La verdad es que los rugbiers en la Argentina son unos 140.000 y no están acusados de nada. Por diez no se puede generalizar.
No soy objetivo. Confieso que hace unos 60 años durante unos meses participé de los entrenamientos de aspirantes a jugadores de rugby y adquirí la afición de ver partidos y concurrir esporádicamente a reuniones en el club del que soy socio. Confieso que de alguna manera les transmití ese cariño a mis hijos y confieso que admiro a quienes practican ese deporte y a los clubes que los cobijan. No me canso de subrayar que aún en los clásicos que se juegan con mayor fervor con cientos, y ocasionalmente miles de espectadores, no es necesaria la presencia policial para evitar incidentes entre los simpatizantes de uno u otro equipo. También tengo presente los esfuerzos de algunas instituciones para posibilitar que participen jóvenes de sectores sociales económicamente postergados y de como muchos ex jugadores propician y prestan colaboración protagónica para fundar clubes en barriadas humildes. No creo que los rugbiers sean éticamente infalibles. Sí que los 80.000 jóvenes y adultos y los 60.000 chicos de divisiones infantiles en su inmensa mayoría merecen mi admiración por su sentido de equipo y el respeto por las normas de convivencia en general, en la práctica de un deporte que requiere el contacto físico. También mi respeto a las severas sanciones para los infractores. Los árbitros son muy estrictos y no recuerdo oportunidad en que hayan sido objeto de silbatinas. Algún ex capitán de un equipo platense puede contar que durante un partido un árbitro lo apercibió por el comportamiento de algunos espectadores y le marcó que debía llamarlos al orden.
Por supuesto que hay excepciones. Muy pocas entre los 140.000 jugadores de distintas edades y procedencias. Pero no hay duda que la inmensa mayoría de los directivos de esos clubes intentan que cada una de las entidades sean verdaderas escuelas de respeto a las normas de convivencia y a las que rigen en este deporte, en el cual se penaliza a los jugadores sin que ello sea motivo de continuas ni aireadas protestas. Debo reconocer que la violencia social en la que vivimos sumergidos ha invadido todos los aspectos de la vida diaria y también influye en algunos deportistas amateurs. Las presiones para el logro de triunfos son cada vez mayores hasta en las ligas que juegan preadolescentes. Por eso en las divisiones infantiles de rugby no hay torneos ni tablas de posiciones. Los chicos por supuesto quieren ganar pero todo comienza y termina en cada encuentro. Después comparten el tercer tiempo donde los mayores les demuestran que con los adversarios se puede festejar el simple hecho de haber jugado.
El rugby no es culpable por lo que hayan hecho tal vez una decena de jugadores de entre los 140.000 que lo practican en la Argentina. Por lo tanto ni los rugbier ni los clubes pueden ser culpados. Mucho menos este deporte en si mismo.
Perdón por el error que pudo haber inducido a generalizaciones absurdas.
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