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Morir en vivo: el morbo, el algoritmo y la pulsión de mostrarse hasta el final
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Suicidios, asesinatos y torturas transmitidos por redes sociales evidencian una mutación inquietante: la muerte como contenido. ¿Qué lleva a alguien a emitir el instante final? ¿Por qué hay personas que lo ven? La frontera —entre difusa y peligrosa— entre el dolor y el entretenimiento
Hay un instante previo a cada transmisión que nadie ve: el momento en que alguien sostiene el teléfono, acomoda el encuadre, revisa la luz. Un gesto cotidiano, idéntico al de cualquier influencer, pero con otro propósito. En lugar de un tutorial o una receta, lo que vendrá es el final. Una muerte en vivo. Un suicidio. Un asesinato. Un acto violento convertido en contenido.
El pulso de las redes sociales —ese flujo interminable de historias, vivos y reacciones— ha incorporado la muerte como parte de su gramática. Ya no sorprende que alguien filme un accidente o que un crimen se reproduzca por streaming.
Lo inquietante es la naturalidad con la que esas imágenes circulan, el modo en que se comentan, se comparten, se consumen.
Durante años, las redes ofrecieron la ilusión de una comunidad: mostrar la vida, compartir emociones, narrarse. Pero algo se torció. La vida dejó de ser suficiente.
La exposición, que era un modo de existir, se volvió un escenario sin límites. Si todo puede mostrarse, también puede mostrarse el final. Y así, poco a poco, el límite entre la experiencia y la representación se volvió invisible.
En los últimos años, el número de transmisiones en vivo que muestran actos de violencia creció de manera alarmante.
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No siempre se trata de asesinatos premeditados o de crímenes organizados; a veces basta un impulso, un accidente, un estado de desesperación. Una persona que decide quitarse la vida frente a una cámara no busca necesariamente fama, sino sentido. Una audiencia, aunque sea mínima, que atestigüe el acto final. Como si morir en soledad ya no fuera posible: hay que morir *en directo*, con espectadores.
El fenómeno no es nuevo, pero sí lo es la forma en que se multiplica. Plataformas como TikTok, Instagram o Facebook Live habilitan la transmisión inmediata, sin filtros previos. Basta un clic para que un gesto irreversible se emita en simultáneo a miles de personas. Y aunque las empresas prometen mecanismos de detección automática, los algoritmos siempre llegan tarde. Para cuando el video se borra, ya hay capturas, copias, descargas. La muerte se vuelve replicable.
¿Por qué alguien decide mirar? ¿Qué hay detrás de la pantalla? ¿Qué se gana en el rol de observador?
Lo cierto es que el morbo, esa curiosidad ancestral por el sufrimiento ajeno, encontró en las redes su hábitat perfecto. Lo que antes quedaba oculto tras las paredes de una tragedia, hoy se ofrece como material de consumo. Hay quienes miran con horror, otros con fascinación, algunos con indiferencia. La violencia se ha vuelto rutina de scroll: un video más entre recetas, bailes y mascotas.
Esa mezcla de fascinación y repulsión es parte del circuito. Las redes recompensan la interacción, no la empatía. Cuantos más comentarios, más reproducciones; cuantos más ojos, más alcance. El algoritmo no distingue entre ternura o espanto: mide movimiento. Así, el morbo se vuelve combustible, un modo de sostener la rueda de atención.
El espectador, al mirar, participa. Tal vez crea que sólo observa, pero en realidad forma parte del ritual. La violencia necesita audiencia, y las redes la ofrecen.
Del otro lado, quien transmite suele creer que domina la escena. Que es dueño del relato. “Eso no me va a pasar a mí”, repiten muchos antes de salir en vivo mientras manejan, filman una pelea o protagonizan un desafío. Esa ilusión de control, tan propia de la era digital, es la misma que sostiene a los influencers cuando comparten cada aspecto de su intimidad. Pero en la transmisión de la muerte, el control se evapora. La cámara se convierte en testigo y verdugo.
Morir en vivo, o matar en vivo, no siempre responde a una búsqueda de fama. A veces es una forma de advertir, de vengarse, de dejar huella imborrable. Así, la exposición se convierte en un mensaje. En algunos casos, como en los crímenes vinculados al narcotráfico, las transmisiones funcionan como demostraciones de poder: un modo de disciplinar a los otros, de imponer miedo. En otros, como en los suicidios retransmitidos, es la manera desesperada de ser vistos. En ambos extremos, la lógica es la misma: existir ante los ojos de los demás, aunque sea un instante antes del fin.
La muerte transmitida no sólo interpela a quien la produce, sino también a la comunidad digital que la rodea. ¿Qué hacemos con esas imágenes? ¿Por qué se comparten, se comentan, se viralizan? La violencia se vuelve parte del paisaje. La sensibilidad se adormece. La exposición repetida a escenas extremas genera lo que los psicólogos llaman “fatiga de la compasión”: el punto en que el horror deja de conmover.
Y entonces la tragedia se convierte en entretenimiento. Lo que debería provocar silencio, genera conversación. Lo que debería detenernos, produce likes. Las redes, en su lógica infinita, devoran incluso la muerte.
En la época inicial de la televisión, un filósofo francés advirtió que “cuando todo puede mostrarse, lo real se vuelve espectáculo”. Medio siglo después, esa idea se ha radicalizado. Las redes ya no sólo representan la realidad: la producen. La violencia filmada no es una consecuencia de los medios, sino su síntoma más visible. La cámara está ahí antes del acto, como una coartada.
Y nosotros, los espectadores, formamos parte del circuito. Miramos, compartimos, comentamos. El horror se hace viral, pero también se banaliza.
El fenómeno de las muertes en vivo obliga a una pregunta incómoda: ¿qué dice de nosotros esta necesidad de mirar? La violencia no se expande solo por la voluntad de quien la ejecuta, sino por el deseo colectivo de asistir a ella. En un ecosistema digital donde todo vale, el límite ya no es moral sino técnico: cuánto tarda la plataforma en borrar el video.
Mientras tanto, las redes siguen girando, alimentadas por la exposición y el espanto. Cada vivo es una ventana, una promesa de conexión. Pero también, cada vez más, una ruleta. En ese infinito scroll, la línea que separa la vida del espectáculo se desdibuja. Y, en silencio, miles de espectadores siguen mirando.
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