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Aunque suele asociarse a algo negativo, el estrés es una respuesta vital del cuerpo ante el cambio. Pero, ¿qué es el distrés?
Vivimos una vida donde todo cambia: el trabajo, los vínculos, el cuerpo, el tiempo. Cambian las rutinas, las expectativas, las formas de amar y de comunicarse. Y con cada sacudida, aparece el estrés. Pero ¿qué es, realmente, el estrés? ¿Y en qué momento deja de ser útil para convertirse en un peso que inmoviliza?
El estrés es una respuesta natural del cuerpo y la mente ante una situación desafiante. En dosis moderadas, es incluso deseable: nos pone alerta, enfoca la atención, moviliza recursos. Lo cierto es que el dolor o la angustia no son enemigos a combatir sino experiencias que, bien transitadas, pueden transformarse en herramientas de autoconocimiento y cambio. En ese marco, el estrés también puede ser una señal: algo está cambiando, algo se está moviendo.
Cuando ese estrés se vuelve excesivo, crónico o desbordado, se transforma en distrés: una forma patológica de la tensión emocional. Es el momento en que el cuerpo deja de adaptarse y empieza a resistir, a enfermarse, a estallar en síntomas.
El distrés puede manifestarse en ansiedad constante, agotamiento físico o mental, dificultad para concentrarse, irritabilidad o tristeza prolongada, alteraciones del sueño, enfermedades psicosomáticas (dolores sin causa orgánica clara).
Profesionales subrayan que el malestar no siempre debe ser evitado o anestesiado. A veces, escuchar ese síntoma permite alojar una verdad más profunda. Pero también advierten que vivimos en una cultura de la sobreexigencia: producir, rendir, adaptarse sin pausa. En ese contexto, no se tolera el vacío, la pausa, el desborde. Por eso, muchas veces, el distrés no es solo personal: es social.
Todo cambio -por mínimo que sea- puede activar el circuito del estrés. Desde una mudanza hasta el nacimiento de un hijo, desde perder un empleo hasta iniciar una relación amorosa. El cambio requiere energía para adaptarse. Y esa energía es el estrés. Pero si la persona no cuenta con redes de contención, recursos emocionales o tiempos de descanso, ese estrés se acumula, se cronifica y estalla como distrés. Este aparece cuando, frente al dolor, se impone la negación, la exigencia de “estar bien” a toda costa, el mandato de “seguir como si nada”.
La clave no es evitar el estrés, sino saber dosificarlo. Algunas estrategias son descanso real: dormir bien, desconectar, tomarse pausas; pedir ayuda: hablar con amistades o profesionales; habitar el malestar: no esquivarlo, sino tratar de entender qué nos quiere decir; flexibilizar la autoexigencia: no todo debe resolverse ya, no todo debe salir perfecto y reconocer el síntoma: cuando algo del cuerpo o del ánimo se altera de manera persistente, es hora de frenar.
A veces, no hay otra forma de adaptarse más que atravesar el dolor. Nombrarlo. Dejar de fingir que todo está bien. Porque solo así puede empezar a emerger una salida.
El estrés no es un enemigo. Es una alarma. Nos avisa que algo cambia. Nos prepara para actuar. Pero si no escuchamos sus señales, si exigimos más de lo que podemos dar, si negamos el cansancio o la tristeza, entonces se transforma en distrés: ese punto donde el cuerpo y la mente dicen “basta”.
El malestar no debe ser silenciado, sino comprendido. Porque entender lo que duele es, a veces, la única forma de seguir adelante.
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