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Nos conocimos en una cena en el centro de la Ciudad. Él había llegado hacía poco del interior. Tenía ese hablar pausado y amable. Era como si trajera un poco de campo en la voz, algo que sonaba limpio, sin apuro. Esa noche caminamos por calle 12, ya tarde, con los negocios cerrados y las luces apagadas. Y fue ahí, bajo una garúa finita, que sentí que lo iba a querer. No sabía cómo, pero lo supe.
Nos casamos a los pocos meses. Fue en el civil de la calle Cantilo, en City Bell, con nuestros viejos y un par de amigos. Yo con un vestido prestado y él con una camisa que había usado en su cumpleaños. No teníamos anillos, así que usamos uno de su abuelo y otro que yo tenía desde chica.
Fuimos muy felices. Nos encantaba estar solos, mirar películas viejas, perdernos en los pasillos de las librerías. Nunca discutíamos. Y eso, que para muchos era raro, para nosotros era lo más natural del mundo.
Un día adoptamos dos perros: Chispa y Botón. Las traíamos en el baúl y a veces se escapaban por el jardín y había que correrlas por la vereda. Hacíamos eso: nos inventábamos pequeñas aventuras; nos hacíamos compañía.
Pero un día sentí que ya no estaba ahí. No sé cómo explicarlo. Era como mirar una foto vieja y no reconocerse. Todo seguía igual, pero yo ya no. No había pelea, ni engaños, ni bronca. Solo esa certeza mansa de que algo se había movido adentro. Y que no iba a volver.
El divorcio es un regalo. Es lo que pienso. Y era algo que podía darle. Lo hice porque lo amo. Sé que suena raro decirlo. Pero es la verdad.
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Durante un tiempo esperé que se me pasara. Iba a las reuniones familiares, hacía budines, tejía bufandas para los hijos de nuestras amigas. Pero nada cambiaba. Una noche, antes de dormir, se lo dije. No fue largo ni dramático. Me escuchó en silencio y después dijo, con los ojos llenos de lágrimas: “¿Y quién te va a cuidar?”. Le respondí, despacito: “Yo puedo cuidarme sola”.
No se llevó nada. Ni siquiera su ropa interior. Siguió mandándome mensajes los domingos.
Hasta que me escribió desde España. Había viajado a visitar a su primera novia, una chica finlandesa que había conocido en un intercambio cuando tenía 17. Y se casaron. Tres días después de reencontrarse, se casaron.
Cuando me lo contó, lloré. Pero de emoción. No lo dejé solo. Lo dejé libre. Y él, al final, encontró a alguien que también lo amaba.
Sé que suena raro decirlo, pero separarme fue un acto de amor. No porque no lo quisiera, sino porque lo quise tanto que quise que tuviera otra vida. A veces, lo mejor que podemos hacer por alguien es correr el cuerpo. Hacer lugar para que algo nuevo le pase. El divorcio fue eso. Un regalo.
Una forma de amor que nadie me enseñó, pero que igual aprendí.
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