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Ignacio Ortega
EFE
La Guerra Fría terminó formalmente con la declaración de Camp David del 1 de febrero de 1992, pero la actual tensión en Ucrania demuestra que Rusia, EE UU y sus aliados europeos siguen siendo rehenes del antagonismo que les enfrentó durante medio siglo.
“Por la gracia de Dios, Estados Unidos ganó la Guerra Fría”, proclamó George Bush, presidente estadounidense, en su discurso sobre el estado de la nación.
Un mes después de la caída de la URSS, el primer presidente democráticamente elegido en la historia de Rusia, Boris Yeltsin, efectuó su primer viaje a EE UU en busca de respaldo político, reconocimiento internacional y asistencia financiera.
Yeltsin recibió sólo lo primero. La Federación Rusa fue aceptada en organizaciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, pero su economía no fue rescatada y la OTAN siguió avanzando entre los miembros del antiguo Pacto de Varsovia y la desaparecida Unión Soviética.
La declaración suscrita por Yeltsin y George Bush puso fin a la amenaza de destrucción mutua asegurada entre las dos superpotencias nucleares, pero no a los problemas de seguridad en Europa. “Rusia y EE UU no se ven el uno al otro como potenciales adversarios”, rezaba el documento.
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A partir de entonces, añadía, las relaciones entre Moscú y Washington serán de “amistad” y se cimentarán en la “confianza mutua”.
Pero Rusia quería más. Estaba dispuesta a creerse que la OTAN era un bloque defensivo sin ambiciones expansionistas, pero quería garantías de seguridad.
El entonces ministro de Exteriores ruso, Andréi Kózirev, recuerda que Bush se negó a incluir en la declaración la palabra “alianza”, reticencia que Bush explicó en rueda de prensa con el argumento de que no todos los problemas están solucionados. Posteriormente, incluso se habló de que Moscú estaba dispuesto a formar parte de la Alianza Atlántica, lo que haría realidad el sueño de un único espacio de seguridad eurasiático de Lisboa a Vladivostok.
La Guerra Fría había terminado y la amenaza soviética había pasado a la historia, pero algunos países que estuvieron en primera línea de fuego no se lo acababan de creer. Moscú seguía siendo el enemigo.
Entrar en la OTAN significaba acceder a la Unión Europea. Países que habían integrado el bando comunista como República Checa --que se había separado de Eslovaquia--, Hungría y Polonia --las dos primeras habían sido escenario de revoluciones populares aplastadas por tanques soviéticos en 1956 y 1968-- no podían desaprovechar la ocasión.
Rusia, que al aceptar la reunificación alemana había recibido promesas de líderes occidentales de que la ampliación de la OTAN había terminado, firmó en 1997 un acta que servía de acuerdo marco para sus relaciones con la Alianza y que debía prevenir cualquier expansión al este.
Fue papel mojado. Dos años después, la Alianza aceptó en su seno a polacos, checos y húngaros. El bombardeo de Yugoslavia en 1999 puso punto y final al breve deshielo entre Rusia y la OTAN.
Poco después, Yeltsin cedió el poder a otro hijo de la Guerra Fría, Vladímir Putin. Empeñado en devolver el orgullo a su pueblo, forjó una buena relación con el nuevo líder de EE UU, George W. Bush, pero la decisión estaba tomada.
En 2004 cuatro países de Europa Oriental (Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia) y tres antiguas repúblicas soviéticas (Estonia, Letonia y Lituania) entraron en la OTAN. Y cuando las revoluciones populares auparon al poder a líderes democráticos prooccidentales en Georgia (2003) y Ucrania (2004), estos países también llamaron a las puertas de la Alianza.
El Kremlin recurrió a las armas para frenar la expansión. Después de haber concedido de manera soterrada la ciudadanía a la población de la región georgiana de Osetia del Sur, aprovechó la fatídica invasión georgiana para castigar a Tiflis y reconocer la independencia de osetas y abjasos (2008).
Con Ucrania pasó más de lo mismo. El castigo al acercamiento a la OTAN tomó la forma de anexión de Crimea (2014) --el contrato de arrendo de la base naval de Sebastopol expiraba en 2017-- y el apoyo a una sublevación armada en el Donbás.
Por si había alguna duda, no fue la OTAN sino la alianza militar postsoviética la que acudió en ayuda de Kazajistán cuando los disturbios violentos amenazaron en enero la estabilidad de la mayor república centroasiática.
Rusia y la OTAN volvían a ser adversarios potenciales. Se vio en Siria, después en Bielorrusia y ahora en Ucrania. Con las tropas aliadas a sus puertas, el Kremlin vuelve a exigir garantías de seguridad.
Terminada la Guerra Fría, Putin necesita unas nuevas reglas de juego talladas en piedra. La seguridad de Eurasia está en juego.
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