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El autor guaraní fue un escritor, periodista y guionista paraguayo
Cuando Augusto Roa Bastos publicó Hijo de hombre en 1960, el continente comenzaba a reconocerse en su propia voz. Con esa novela, el escritor paraguayo se convirtió en precursor de una modernidad literaria que ya se insinuaba en América Latina: una narrativa que abandonaba el orden lineal y abría paso a la memoria fragmentada, a las voces múltiples, a los pueblos que hablaban desde sus ruinas. Roa Bastos no escribió una historia, sino un territorio. En sus páginas, el Paraguay profundo aparece atravesado por guerras, dictaduras, hambre y abandono, pero también por la obstinación de quienes siguen de pie, sostenidos por una fe tan rudimentaria como indestructible.
Hijo de hombre cuenta la vida de un pueblo devorado por el tiempo. Sus personajes nacen en la pobreza, crecen bajo la represión y mueren sin testigos, pero dejan tras de sí un eco que la novela recoge con una ternura feroz. A través de Miguel Vera, el narrador que enlaza las distintas historias, Roa Bastos construye una trama coral que abarca generaciones y paisajes, desde la Guerra de la Triple Alianza hasta el fragor del Chaco. No hay héroes, apenas sobrevivientes. El poder —en cualquiera de sus formas— se impone como una presencia constante, una sombra que aplasta y corrompe.
Pero debajo de esa historia oficial late otra: la de la cultura guaraní, con su cosmogonía, sus símbolos y su lenguaje secreto. Roa Bastos convierte esa herencia en el verdadero corazón de la novela. Lo guaraní no es folclore ni adorno: es la respiración del relato, la voz que intenta decir lo que el castellano no alcanza a nombrar. En esa fusión de lenguas y mitos, la prosa del autor alcanza una musicalidad única, un ritmo que parece surgir de la tierra misma.
Entre las escenas más recordadas está la del tallador leproso que esculpe un Cristo de madera en el pueblo de Itapé. Esa figura, imperfecta y humana, resume la fe del pueblo paraguayo: un Cristo mestizo, fatigado, hecho con las manos de un marginado. A su alrededor giran las historias de campesinos, obreros y soldados que cargan su propia cruz, entre la esperanza y la resignación.
Con Hijo de hombre, Roa Bastos escribió mucho más que una novela histórica. Construyó una elegía sobre la condición humana, sobre el dolor y la dignidad, sobre el poder y sus perversiones.
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En El sonámbulo, Augusto Roa Bastos vuelve a recorrer los caminos más oscuros del alma humana y de la historia de su país. Publicado originalmente en 1998, cuando el escritor paraguayo ya era una figura consagrada del boom latinoamericano, el libro se presenta como una novela que se desplaza entre el sueño y la conciencia, entre la memoria y el delirio, para construir una alegoría sobre la identidad y la culpa. Roa Bastos, exiliado durante décadas, parece hablar desde esa frontera difusa donde la vigilia se mezcla con el pasado, y donde el acto de recordar se convierte en una forma de resistencia.
La trama gira en torno a Gaspar Mora, un hombre que deambula entre la realidad y el sueño, perseguido por fantasmas del pasado y por un destino que no logra descifrar. El personaje es el eco del propio Paraguay, un país sonámbulo que camina sin despertar de su historia de dictaduras, silencios y heridas. A través de su protagonista, Roa Bastos construye un espejo de la conciencia colectiva, un territorio en el que el insomnio se transforma en metáfora política: la imposibilidad de dormir es también la imposibilidad de olvidar.
Con un lenguaje denso, poético y fragmentario, la novela alterna monólogos interiores, cartas y escenas que parecen surgir del subconsciente. Ese tejido narrativo, lleno de resonancias bíblicas y filosóficas, revela una vez más la obsesión del autor por el poder y la memoria. Así como en Yo, el Supremo abordó la figura del dictador perpetuo, en El sonámbulo el foco está puesto en el individuo despojado de poder, perdido entre la vigilia y la pesadilla.
En el trasfondo de la obra late la historia del Paraguay moderno: la violencia del exilio, la despersonalización del sujeto, la búsqueda de sentido en un mundo corroído por la injusticia. Pero Roa Bastos no escribe desde la denuncia sino desde la ensoñación, como si el sueño fuera el último refugio posible frente a la barbarie. En esa deriva entre lucidez y delirio, El sonámbulo se convierte en una meditación sobre el acto de escribir, sobre la fragilidad de la memoria y sobre el peso insoportable del pasado.
Es un viaje interior, una experiencia sensorial que exige del lector la misma entrega con la que su protagonista intenta permanecer despierto.

En 1996, Augusto Roa Bastos publicó Madama Sui, una novela que se desliza entre la crónica y el mito, entre el retrato social y la fábula política. “Esta historia, tomada del natural, con personajes reales y auténticos, es menos que un relato y más que una invención”, advierte el propio autor al comienzo del libro. Y es que la figura de Madama Sui existió realmente en el Paraguay de los años sesenta y setenta, en los tiempos oscuros de la dictadura de Alfredo Stroessner. Era una joven excéntrica, mezcla de japonesa y criolla, que con apenas veinte años se transformó en una presencia fascinante, capaz de perturbar y encantar a todos los que la conocieron. Su historia, a medio camino entre la pasión y la tragedia, se convirtió en un símbolo de un país sometido por el poder y la corrupción.
Roa Bastos recupera en ella la memoria de una mujer que vivió entre el deseo y la opresión, entre la libertad de su cuerpo y las redes invisibles del régimen. Admiradora de Eva Perón, fue convertida en “favorita” de un dictador que encontró en la prostitución un método político, una herramienta de control social. En ese contexto, Madama Sui se vuelve un espejo incómodo de la época: un cuerpo usado como territorio de poder, un alma expuesta al sacrificio. Su vida, breve y desbordante, se lee como una metáfora de la degradación moral de un país que había perdido su inocencia.
Pero más allá de la denuncia, Roa Bastos construye una historia profundamente humana. Madama Sui no es solo la víctima de una maquinaria corrupta; es también una mujer que ama con desesperación. Su amor imposible, dirigido hacia un hombre perseguido por el régimen, representa la contracara de su existencia pública. Mientras el poder la exhibe, la pasión la oculta. En ese contraste se juega toda su identidad: la sensualidad sin freno que la sociedad condena y el amor puro que la redime.
El autor utiliza un lenguaje lírico, cargado de simbolismo, que alterna entre el registro realista y el tono de leyenda. El Paraguay que aparece en Madama Sui no es solo un escenario histórico, sino un territorio del alma, un país que respira opresión y deseo, donde la política y la carne se confunden.

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