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“Bohemian Rhapsody”, la biopic más esperada llegó a los cines
PEDRO GARAY
pgaray@eldia.com
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“¿Medio Disney, no?”. La idea se escucha al finalizar una función de “Bohemian Rhapsody”, la biopic que narra el ascenso, caída y redención de Freddie Mercury, voz eterna de Queen. Y en efecto, hay algo notablemente “Disney” en la cinta biográfica: una tendencia al didactismo, a la sobreexplicación que achata los dobles sentidos y las ambigüedades y que limpia la vida del héroe, quien transita un camino similar al de cualquier fábula redentoria explorada ya una y mil veces. Es un guión ATP para una vida que no lo fue, que presenta a su protagonista como un escándalo genial que rompió todas las barreras, en el marco de una película nada escandalosa ni rupturista, una fábula adocenada completa valores morales clásicos.
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“¿Medio Disney, no?”, se escucha al finalizar una función de “Bohemian Rhapsody”, pero quien enuncia las palabras tiene los cachetes todavía brillantes por la humedad de las lágrimas.
Es que para quienes la voz de Freddie y los himnos inmortales de Queen marcaron a fuego su educación sentimental, esta fábula moral reviste una emoción imposible de contener desde la razón. Por algo florecen las biopics y demás ejercicios de la nostalgia. Lo cual implica una pregunta de engañosa superficialidad. ¿Para qué vamos al cine? ¿Para pensar, para desafiar nuestros puntos de vista? ¿Para entretenernos? ¿Para emocionarnos? ¿En cuál de estos factores se oculta la magia alquímica del séptimo arte?
No hay una única respuesta, desde ya. Pero sí se me ocurre que vivimos en una era de sobreanálisis, una era tuitera donde todos tenemos que tener una opinión interesante de todo que ha si no anulado, al menos vuelto vergonzoso el factor emotivo que hace del cine un arte popular: emocionarse en las películas parece ser un signo de haber sido manipulado, y una opinión basada en la emoción cruda no asoma como un veredicto interesante sobre una película o una serie.
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Pero. Siendo racionales y secándonos esas lágrimas, parece evidente que el relato de “Bohemian Rhapsody” emociona más por el fuera de campo que por la narración. El carácter remanido del relato puede dar confort al espectador, que sabe que está ante una fábula de caída y redención, sabe qué esperar de la película, y sabe que no está ante el mejunje de la vida cotidiana, ante un estudio de las contradicciones del personaje, sino ante una celebración. Pero este relato que recorre todos los lugares comunes del biopic también vuelve predecible un filme sobre un personaje impredecible, o peor, predecible un filme que explora los misterios, soledades y desafíos detrás de la genialidad artística.
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Más: algunos de esos procedimientos narrativos empleados conspiran contra esa emoción del relato, te quitan de la película. El didactismo, lo explícito y unidimensional del guion, las constantes explicaciones sobre lo que significa Queen, las aclaraciones sobre la sexualidad de Freddie, las enseñanzas sobre lo que significa la canción “Bohemian Rhapsody”... Mientras el fuerte de la canción, como señala el Brian May del filme, es que a la poesía no hay que quitarle el misterio, la película hace exactamente eso: le roba todo el misterio, toda posibilidad de dobles lecturas y ambigüedades, le quita la riqueza a una historia (y una música) riquísima, lúdica, expansiva, en el afán de construir una biografía autorizada y familiera.
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En el eje de todo esto está Rami Malek como Freddie Mercury: Malek consigue ir del ridículo de su primera aparición en pantalla, con peluca evidente y una prótesis dental que asoma absolutamente falsa, a convertirse en médium físico y espiritual del artista, un logro no menor, teniendo en cuenta que la mayoría de las biopics fallan en canalizar genio a través de intérprete, ya sea por las performances de los actores o por el exceso de maquillaje que vuelven casi paródicas las actuaciones. Y esos aspectos fallidos a menudo terminan sacando al público de la película, y distrayendo la emoción del espectador.
Pero aquí, Malek es exitoso en portar el exterior de Freddie hasta volverlo interior, carne, y lleva al artista de la extravagancia de un guion poco sutil a la profundidad de un genio. Y junto con la cinta, consiguen hacer aparecer, aunque sea por algunos instantes (particularmente hacia el cierre) a Freddie en la pantalla, como un acto de magia.
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Pero el gran acto de magia es que, ya sea por diseño o por accidente, "Bohemian Rhapsody" abandona las pretensiones de biopic de construcción y moral compleja y deja que la narración sea una excusa, casi un telón de fondo, para esa música.
Esa música inmortal que expulsada a todo volumen, a pura potencia, produce involuntarios y poderosos viajes a un pasado mítico. Y cuando finalmente la trama escapa a la fórmula y muestra retazos de emoción genuina (en algunos logrados momentos de la soledad de Freddie, aunque contados a través de una moralina sobre el bien y el mal, las drogas y la familia) ya tenemos la piel finita, lista para la lágrima.
Y tras todo ese viaje contradictorio pero emocional, el plato fuerte: el final, protagonizado 100% por esos himnos eternos tras haber dejado detrás el lastre de la trama y la caída y el ascenso del héroe, es simplemente demoledor.
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