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Jonathan Monzón. Platense, pincha y de Villa Elvira. Vive en medio de la selva haciendo un trabajo muy particular
Siempre me pregunté si a los marplatenses les pasa lo mismo, o a los quilmeños o a los de Berazategui. Si a otros les pasa eso de encontrarse con un vecino, aunque desconocido pero vecino al fin, en los lugares más impensados del planeta. Es verdad que argentinos hay en todas partes y que, como dijo alguien sin ahorrar acidez, “somos como la mugre”, pero pareciera que los de La Plata tenemos una suerte de cupo reservado.
Jonathan Monzón anda por los 35 años y trabaja en una de las islas entre el Río Negro y sus vecinos de la Cuenca del Amazonas.
Me dijeron que, “tranquilo”, que en esta parte del río no hay pirañas, que me saque el gusto y me tire al agua oscura pero que salga enseguida. Con la suerte no se juega y si muerden, menos todavía. Y cuando Jonathan me ve el tatuaje tripero pega un grito que, como en las películas, hace que una bandada de pájaros levante vuelo.
“Justo acá, no puedo tener tanta sal”, se queja. Le digo que yo podría decir lo mismo, pero al revés, y reímos. El tipo es Pincha, de 99 entre 4 y 5, pura Villa Elvira.
Cuenta que hace dos meses consiguió el trabajo que nunca soñó tener: cuidar, alimentar y jugar dentro del agua impenetrablemente oscura del Río Negro, con los Botos, como se llama a las marsopas o a sus parientes cercanos los delfines rosados de agua dulce. Hasta hace un año trabajaba en un área del Estado y lo alcanzó la tristemente conocida motosierra. Quedó sin trabajo después de casi seis años. Entonces puso la bronca en modo esperanza, se compró un pasaje de micro hasta Misiones y de ahí fue subiendo por el Brasil en diferentes rebusques hasta que en Río le dieron un dato: “en Amazonas hay trabajo, pero hay que bancarselá”. Y se la bancó.
Los Botos son unos adorables bichos que juegan, felices en ese contexto natural que da miedo. La tarea de Jonathan es cuidar que los turistas jueguen con ellos pero no los maltraten, que no les den de comer porquerías. O, parece mentira que haya que cuidarlos de algo así: que no les peguen. Es que en el entusiasmo de nadar con ellos, hay turistas capaces de todo.
Debe estar atento, con pescados frescos a mano, para que los Botos no se alejen de las aguas que rodean la isla y sigan a otros peces río arriba, durante la Piracema que es el reflujo que se produce durante septiembre a diciembre, cuando muchos peces migran y los Botos, curiosos, empáticos como se dice ahora, suelen seguirlos. Entonces, si los Botos se van no hay qué mostrarles -y cobrarles- a los turistas que pagan hasta $100 mil, en el paquete de otras recorridas.
El Pincha de Villa Elvira arranca a la mañana con el agua a la cintura, sobre una torreta de madera clavada en el lecho barroso porque acá, playa no hay. Lo que hay abajo son 15 metros de abismo renegrido. No por capricho al Negro le dicen el río color té. Con una mano debe golpear el agua con una madera y con la otra levantar un pescado fresco para que los delfines con hocico como una trompeta los puedan olfatear, si es que olfatean. Y ahí es donde los Botos saltan. A los turistas se les tiene prohibido tocarlos, pero los Botos no respetan el reglamento y son ellos los que tocan con la trompa, las aletas, la panza y la enorme cabeza. Tocan y golpean, pegan topetazos pero no pasa nada.
Al tacto parecen de hule, tienen la piel suave y no huelen a pescado. Huelen al perfume fuerte del río. Los que saben dicen que los Botos son delfines que alguna vez vivieron en alta mar, pero que, cansados de los depredadores, evolucionaron para poder adaptarse a las aguas de los bosques inundados del Amazonas. Que acaso por eso los caimanes y las pirañas no los molestan. Les respetan que hayan llegado aquí buscando la paz.
Con una historia ciertamente parecida, cuenta Jonathan que la paga por su empleo no es mucha y no quiere abundar en detalles. Pero con entusiasmo agrega que lo bueno es que acá “no hay donde gastarla”, y ríe y recorre con la vista el escenario de la selva.
“La verdad es que de acá no me quiero ir más”, anuncia y se emociona. Porque la verdad es que mucho o poco, rengo o torcido, esos “bichos”, como dice, le cambiaron la vida.
Milagros inesperados, que dicen que existen.
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