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Nélida

Nélida

MARÍA GISELA FORÉS

16 de Noviembre de 2025 | 05:14
Edición impresa

Amo la poesía. Ese cuerpo finito de palabras que combinadas con destreza son capaces de sintetizar, al decir de Octavio Paz, la memoria de los pueblos y la parte secreta del alma de cada uno. No lo supe sino hasta un tiempo después de su muerte. El recuerdo de ella suele traerme imágenes que cada tanto visitan mi memoria, pero esta vez fue diferente. Desde la casilla de correos de una de mis primas, la grabación ingresó directamente al correo electrónico de mi corazón, y una luz se coló entre las rendijas de la rutinaria mañana derramando su luz sobre el teclado de la computadora. “Nélida”, decía el asunto. Nada más. Tampoco el cuerpo del mensaje traía texto alguno. No hacía falta explicar nada. Sobran las palabras cuando hubo infancia compartida.

Marcada por el presentimiento de lo que traía esa grabación, decidí no abrirla de inmediato. No por cobardía ni por temor, sino porque hace un tiempo aprendí que las cosas que nos acercan a las personas que fueron valiosas para nosotros merecen especial atención y cuidado. Y ella, Nélida, no escapa a ese universo.

Así me pasa con la madreselva que planté hace años en el jardín —la riego como quien pronuncia una oración, porque me devuelve su aroma—, o con el libro de recetas que una vez me regaló, dedicado de su puño y letra. Jamás preparé una, pero el libro sigue ahí, amarillento y desvencijado, en el estante principal de la cocina.

A veces me pregunto si, cuando yo ya no esté en este plano, alguno de mis hijos —o quien habite mi casa— les prodigará el mismo afecto y devoción que yo. Supongo que una persona muere realmente no solo cuando nadie la recuerda, sino también cuando no queda entre nosotros ningún objeto que nos arrastre hacia su memoria.

Aquella mañana luminosa, el archivo me trajo su voz: temblorosa y firme a la vez, recitando un verso de José Larralde: “Cuando al ocaso de mi vida llegue, tal vez más triste, tal vez más olvidado, cuando mis trémulas manos ya peinen canas, cuando el tiempo implacable haya dejado sobre mi piel su marca, cuando no existan para mí más primaveras, cuando no haya para mí, más un mañana, cuando los sueños plieguen definitivamente sus alas, entonces solo entonces, hijos míos yo sabré si habré ganado la batalla...” .

El impacto de lo inesperado me descolocó; tuve que escuchar varias veces el audio para acomodar mis sentidos. Al principio me costó reconocerla. Hay cosas que uno va olvidando de quienes ya no están —supongo que la voz es una de ellas—. Me había olvidado por completo de su tono aterciopelado, que se me antojó en ese instante, fresco como el jazmín asomado a la ventana frente al escritorio. Sin embargo, hay otras cosas que uno siempre recuerda: sus manos, huesudas y finas, surcadas de venas que el tiempo había hecho sobresalir, adornadas con manchas oscuras que fueron apareciendo en los últimos años. Esas manos, bailando al compás de los versos que nos recitaba a mis primos y a mí, mientras repetía: “¿Les conté que yo quería venir a Buenos Aires a estudiar declamación y mi papá no me dio permiso?”.

La habitación se llenó de una ternura antigua, y junto con ella vinieron imágenes nuevas, una cercanía diferente, una invitación a pensar quién era yo cuando era con ella. Qué manera más ingeniosa de aparecer, justo cuando te estaba dejando al margen de mi memoria, abuela querida. Debo reconocer que fue una jugada impecable: desde el otro lado de la vida volviste para recordarme una de las pocas cosas tuyas que había olvidado: tu voz aterciopelada y fresca y la re afirmación de mi amor por la poesía.

 

 

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